He aquí la gloriosa secuencia de la alcachofa, preparadas con la sencillez que exige esta ¿hortaliza? Ahora explico lo de la concordancia. La nueva edición del Diccionario de Seco, que me han traído con unos días de adelanto los Reyes Magos, no va a tanto, aunque avisa que a veces se usa en singular con sentido plural, lo que voy a cumplir en esta entrada, porque resulta muy poético: una receta de alcachofa y hay que contrarrestar la invasión de bisbales-bustamantes-pantojas y de demases que sobrevino inevitablemente con el fin del año. Alivio y desengraso con radio clásica de radio nacional desde la amanecida, que hoy –como domingo– nos enseña un folklore (sé, sé que va con "k") lejano y limpio, con instrumento de cuerda (he caído, por analogía, en otro singularia tantum), buzuquis griegos (programa de Ana Casado). Hará falta sin embargo algún Haendel para olvidar el alboroto de la víspera, que no me dejaba concentrarme en tareas nobles, pues anduve buscando chinas que bailaran con desvergüenza en páginas pornográficas de la red.
Concentrémonos en la alcachofa, hortaliza de sabor muy, muy peculiar y de difícil preparación, lo que suele llevar a recetas sofisticadas que no dan buen resultado; particularmente a la obsesiva receta con relleno, que rebaja a nuestra protagonista a función vicaria de molde.
Mis investigaciones sobre las alcachofas han ido a veces muy lejos; desde luego no me han faltado las romanas, ya que, como es sabido, en los escudos de la ciudad eterna suele aparecer la alcachofa o su figuración; y así, la última vez que allí estuve, con un erasmo profesoral que me firmó mi colega Patricia Botta, para trabajar en la serie de bibliotecas de la capital; pues digo de mi cuento que acudí una noche al barrio judío, en donde se preparaba –me aseguraron– la mejor alcachofa romana, que me sirvieron entera, después de haberla sumergido en algún aceite, con escasa gracia, la verdad. La mejor alcachofa frita es la que he tomado en algunos bares de tapas de Valencia, cortada en láminas muy finas, tostada a la plancha y generosamente regada de aceite de oliva y limón. Mas no es esa la receta con la que voy a excitar los paladares, que irá enseguida, en cuanto añada que también resulta exquisita la rebozada, siempre que se alcance la prudencia del rebozo y del frito. Y que no sean de bote. Quizá sea la hortaliza que más desfigura forma, sabor y gracia cuando nos viene envasada o congelada, transfiguración que a mí no me gusta mucho, qué le vamos a hacer.
Impresionante la colección de alcachofas de la red, aunque la mía, de verdad, es la mejor:
La alcachofa tiene su época, pues no es primaveral; lo digo porque la más sabrosa y la más tierna para guisar no es la grandota, sino la menuda, de cogollo muy tierno. Las grandes alcachofas, casi como melones, no se suelen ni vender ni consumir en España, al menos en las regiones que frecuente, lo que es muy curioso, porque son bocado goloso en el resto de Europa, y en los populares mercadillos franceses –Toulouse, París, etc.– se venden y anuncian como "de l'Espagne". Yo las tomaba en conventos bretones (en Dole), en donde los monjes las colocaban hervidas y enteras, presidiendo las largas mesas: se iban arrancando con la mano las hojas o basquiñas y se mojaban en unos platillos con salsa simple (alguna vinagreta adornada), para comer solo el extremo blando. La escena era medieval.
Están en toda nuestra historia literaria y artística, desde siempre, pasando por el romance de Quevedo Boda y acompañamiento del campo (B 683, "Don Repollo y doña Berza...."), en donde acude a las bodas, como noble, doña Alcachofa compuesta / a imitación de las flacas; / basquiñas y más basquiñas, / carne poca y muchas faldas... (vv 54-56). Para ejemplo artístico, ya que hemos citado a Quevedo, ¿cómo no reproducir uno de los muchos bodegones de su amigo Van der Hammen, o la fuente de la alcachofa, hoy en el Retiro? Vayan acompañados de la deslumbrante flor de la alcachofa, porque la naturaleza, ¿vence al arte? He copiado la foto de la flor en http://www.flickr.com/photos/14228038@N06/3822093557/
Se quitan sin miedo las basquiñas, mejor pasarse que dejar las que luego resultarían duras, y se guardan los corazones y los pedúnculos, también pelados, con los que se puede preparar una sabrosa tortilla (rehogados y troceados con jamón); pero los vamos a poner a hervir en agua con sal, junto a los corazones cuarteados o mediados (si la alcachofa es mala o crecida, habrá que eliminar la pelusa del centro del corazón). Quince minutos. El mismo tiempo que tardará en dorarse a fuego lento una cebolla cortada –mejor morada, es más dulce y contrasta con la amargura de la alcachofa– con un ajo picado muy fino.
Cuando la cebolla ya ha alcanzado el rehogo perfecto, que puede alargarse a fuego lento, se añade una cucharada de harina y se remueve, para que haga salsa: lo normal es que vaya espesando y que, con buena mano, el cocinero añada un chorretón de vino de Montilla, ajerezado o semejante, y si aun necesitara más caldo, cucharadas del agua en la que estaban hirviendo o ya han hervido las alcachofas. Así se logra una textura que no es ni fu ni fa: ni pegote ni caldillo, salsa cremosa y olorosa en la que se van colocando las alcachofas hervidas y removiendo con cuchara de palo, como la muerte en los romances de Lorca y en el viejo refranero. Se dejan templar. Bocado de cardenal. Exquisitas. Sencillas.
No soy partidario de rociar con zumo de limón la alcachofa cuando se desnuda de basquiñas –para que no se oxiden, se dice– pues pierde algo de sabor y su color no es el pálido y desmayado de los corazones congelados, sino el oscuro y denso de los corazones que al madurar han sabido conservar todo su sabor, y no voy a rematar fácilmente.
¡Ah! Y sí que encontré a las chinitas de marras.
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