La fotografía, tomada al atardecer de un mes otoñal desde los ascensores que suben paralelos a la fachada del Museo de Arte Reina Sofía (Madrid), muestra el esplendor del Palacio Sabatini, con el arranque de la calle San Isabel, en una plaza sin nombre, destartalada, a la que no llega la gracia, siempre llena de turistas. Sin embargo, el palacio, como bien se ve, con sus tres plantas de ventanales, es su mejor lienzo; aun más si se pasea interiormente, como muestra otra de las fotos, o si se alcanza a ver la exposición o museo de instrumentos. Ideado por Sabatini en 1769, estaba unido por pasadizos elevados al Hospital General, del que era parte, así como de la vieja facultad de Medicina. Su remodelación actual, por Cesáreo Iradier, es de 1904. La fealdad del espacio en esa zona se compensa con el bullicio de barrio que a veces le alcanza, de estudiantes de música, de las primeras barriadas de emigrantes en las caídas de las calles hacia Lavapiés.
El investigador anduvo por allí, husmeando en los fondos de esa biblioteca, porque a ella fueron a parar los del monasterio de Uclés, después de la desamortización; y en Uclés sufrió Quevedo destierro y prisión. Lo más importante de esa documentación es de carácter musical: el interesado puede ver el catálogo reciente.
El escaso –escasísimo– personal de la biblioteca me atendió maravillosamente, sin embargo, y hasta vi un viejo catálogo de manuscritos, con autógrafos musicales de Iriarte, por ejemplo (un canon a tres voces), un ejemplar de Cerone y otro de Juan del Encina, entre otras cosas; aunque la perla estuvo en la consulta de los viejos libros musicales del s. XVI, la mayoría franceses, y en descubrir que por allí andaba un viejo amor fallido, de ojos claros, cosa que no debería aparecer en esta referencia de una nueva biblioteca; pero hay tantas cosas que no deberían aparecer: la nueva guerra en Palestina, la burbuja inmobiliaria, la corrupción en la universidad.... Hojeaba un precioso impreso de 1571, que capta mi mac, con letras de poetas franceses del siglo XVI. Y así sorprendido, no sé si por el manuscrito o por los ojos claros, me pillé canturreando y transcribiendo un soneto amoroso de Ronsard, que fui transcribiendo del manuscrito, a la espera de que volvieran a sobrevolar –sin mirarme– aquellos ojos, cosa que no ocurrió:
sy je trepasse entre tes bras
je suis plus aise que les dieux
le ciel le veut, dame,
de plus en plus mon pauvre coeur
un jour passé a l'ombre
amour me tue
laissons mon coeur laissons....
[El arranque es el del soneto XVI, de los añadidos en 1553 a Les Amours, pero más parece materia ronsariana que texto fiel; ¿lo habrán identificado los estudiosos del país vecino?, probablemente].
Si tuviera más personal, la biblioteca podría cuidar y catalogar mejor sus fondos, y todo el mundo cantaría versos de Ronsard por la calle.
¡Cuántas posibilidades perdidas por haber ocupado nuestras vidas con la burbuja de las inmobiliarias y el desaguisado de los bancos, en vez de la burbuja de las canciones y el alivio de los versos!
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