Durante todos estos días ha estado lloviendo sin parar en buena parte del sur: las tormentas llegaban por el golfo de Cádiz y se iban a regar Levante, empujadas por un viento cálido que dejaba la temperatura en torno a los veinte grados. Sabido es que las arcillosas tierras de Levante no retienen bien el agua, que se van al mar, como nosotros, de manera que toda esta lluvia insistente, tibia, duradera, le estará viniendo muy bien al campo, al alboroto humano de las ciudades y a quien tenga el corazón desierto, para que todo se lave y florezca. No sabía yo que había ido a Granada a lavar el corazón.
En la ciudad la lluvia no espantaba turistas, que salían por todos lados en los centros de siempre (Alhambra, Catedral, Zacatín...) y se refugiaban cuando se hacia oscuro en bares y restaurantes; pero tenía el efecto curioso –a un tris de ser romántico– de vaciar las calles, esconder los tumultos y resaltar los colores de las fachadas, sobre todo cada vez que salía el sol a respirar un poco.
He callejeado sin parar y he encontrado rincones en los que era necesario parar y hablar con el primero que pasara para volver a ser normal, menos mal que la simpatía del conserje de san Jerónimo, la de los dominicos –el Colegio Mayor–, la que me abrió la puerta del patio de San Bartolomé y Santiago, la dama que me avisó en la calle María de la Miel que aquella estrechura del Albaicín terminaba en la calle de Elvira... menos mal, menos mal que –además de percibir que andaba desvariado– intuyeron que me había dado un ataque de melancolía porque había almacenado demasiada belleza. Y condescendieron bastante; y así no me dejaron, por ejemplo, perdido a media noche en un Albaicín vaciado por la lluvia, una situación nueva.
He callejeado sin parar y he encontrado rincones en los que era necesario parar y hablar con el primero que pasara para volver a ser normal, menos mal que la simpatía del conserje de san Jerónimo, la de los dominicos –el Colegio Mayor–, la que me abrió la puerta del patio de San Bartolomé y Santiago, la dama que me avisó en la calle María de la Miel que aquella estrechura del Albaicín terminaba en la calle de Elvira... menos mal, menos mal que –además de percibir que andaba desvariado– intuyeron que me había dado un ataque de melancolía porque había almacenado demasiada belleza. Y condescendieron bastante; y así no me dejaron, por ejemplo, perdido a media noche en un Albaicín vaciado por la lluvia, una situación nueva.
Esta entrada enseña colores de esa conjunción de elementos: otoño, lluvia, el sol inclinado a lo lejos, fachadas ocres.... Es algo que me sobrecogía cada vez que subía desde Plaza Nueva, por la Carrera del Darro, hasta el Paseo de los Tristes y la Cuesta del Chapiz, ya que me he alojado en una residencia universitaria –estaba cumpliendo deberes, en Granada–: el Carmen de la Victoria, al que dedicaré alguna página de este blog. Esa subida a Albaicín era un camino en el que podía ocurrir cualquier cosa al mezclar lo que los ojos me daban y cómo el paseante lo recibía en las entretelas del corazón.
A mitad de camino, he ahí el árbol que guarda el cauce del Darro y se encarga de encenderse cuando el sol se acuesta. Siempre estuve enamorado de ese árbol, y como todos los amores como dios manda, me enseñó la plenitud, pero cada vez que me alejaba también me enseñó la melancolía, casi nunca llegada a tristeza. En esta ocasión ha querido dejarme definitivamente escorado hacia sabe dios qué, porque ha aprovechado todo lo que ocurría –humedad, lluvia, luz, otoño, ruido del darro, viento....– para ser distinto y hermoso, como una buena novia que se adereza para que no puedas salir de su hechizo.
Leido el texto y empapada de lluvia y belleza, ya no me queda nada que decir, sólo una exclamción guauuuuuuuuuu!
ResponderEliminar:)
Gracias Pablo por las fotos. Mi tierra. Quien pudiera pasear por ahi...solita, como tu lo has hecho.
ResponderEliminarSon muy buenas y un placer estas crónicas de viajero sabio, gracias.
ResponderEliminarYo quiero un maestro que me haga hacer estos ¨deberes¨.
ResponderEliminarMe parece un sueño haber visitado la Alhambra, y el Albaicín en 2009 con mi hija sin haberlo reservado. Allí nos sumamos a la cola y pagamos en el momento.
Fue como estar adentro de un sueño. Tres días que por supuesto nos dejaron las ganas de regresar y contar con mucho más tiempo para digerir semejante belleza,
Nos alojamos en una sencilla pensión cerca de la plaza Trinidad. con muchas voces de Federico en cada esquina y el anónimo del rey Moro que aprendimos en la secundaria.( Paseábase el rey moro....)que vuestro Paco Ibáñez interpreta tan bien!
No sé si podré volver algún día. Es un viaje muy largo para mí.
Gracias por regresarlo a mi corazón y a mis ojos.