Paris
encuentra su estación, sin duda, en otoño: le gustan los paraguas, las
gabardinas, iluminar tiendas y restaurantes mientras fuera llueve; el juego de las luces al cambiar las estaciones, que la gente
vaya deprisa a donde todos van. Es la estación más adecuada para ejercer ese
arte que tanto les gusta a los franceses –bueno, a quienes allí viven–: hablar,
el arte de dar importancia a todo a través de la palabra, con una copa de vino
delante, degustada lentamente y tratando de cobrar carácter exhibiendo verbo. Es el París medio.
Ciudad de mendigos silenciosos y de barriadas inmensas que mueven la gente desde el amanecer al anochecer –metros enormes, riadas de coches, autobuses....–, en mezclas raciales que se mantienen milagrosamente sin demasiada hostilidad, a pesar de que es el París más duro.
Y luego está el país del lujo, refinado hasta la excentricidad: el mejor escaparate para el mundo.
El rapsoda tenía cierta avidez por callejear, por consumir ciudad, por descubrir calles, rincones, escenas, gentes antes de que se haga tarde, porque
la ciudad se vacía pronto, después de haber ocupado todas las terrazas de las
cafeterías para ejercer el otro arte: el de mirar y ser vistos, prefentemente
vestidos de negro, con alguna nota de color –pañuelo, gorro, guantes....
La Butte aux Cailles |
He callejeado por mis calles: la Estrapade,
Saint Jacques, Pot de Fer, la Mouffetard, Glacier.... y antes de irme a
descansar me he asomado a la rue Souflot para ver el Panteón, coronado por una luna llena, probablemente uno
de los monumentos –o lo que sea– más horroroso que jamás haya podido
imaginarse, por lo de dentro y por lo de fuera. Y ahí estaba, entre la lluvia y
la niebla, en una plaza, sin embargo, proporcionada, gracias a la biblioteca
Sainte-Genevieve, la vieja universidad.
Todo
va cambiando poco a poco aquí también. Lo noto en cada viaje. La Mouffetard es cada vez más
una callejuela de extranjeros y advenedizos que buscan comida barata –crepes,
libaneses, griega, perritos....–; apenas quedan tres o cuatro restaurantes franceses (desapareció una de las mejores creperís), alguno regional y todavía las tiendas de quesos, vinos y tartas. Nada sé del mercadito, porque la he recorrido tarde, nocturna, cuando iba a comprar un par de naranjas (un euro cada naranja).
Probablemente la erosión atañe a casi todo: hoy han anunciado en este país que ya están en más de tres millones de parados. Las diferencias sociales pueden resultar más dramáticas en París, si sigue siendo, también, la ciudad del lujo, la ciudad de paso, la ciudad de los turistas tópicos, en la que una gran masa de gente, a pesar del paro, nunca aceptará trabajos humildes: no aceptará la miseria y las carencias (de tiempo, dinero, comodidades, etc.) en la ciudad a donde todos vienen a gastar y disfrutar.
Port Royal |
Y
luego está el otro pequeño parís, el de las librerías, los barrios residenciales medios, los museos y las tiendas
sencillas, las colas para comprar el pan a la vuelta del trabajo, los lugares en donde se respira libertad y placer de vivir
razonablemente. Es el parís cordial, hermoso que uno no se cansa nunca de pasear y
que te permite andar durante horas por los bulevares, descansar razonablemente
en el parque de Luxemburgo, le Jardin de Plantes, Mont Souris....
¡Las hayas y
los ginkos de Mont Souris!, al salir del campus de las residencias
universitarias, otro remanso de quietud, que ahora ambienta la música de un
elegante tranvía que pasa cerca.
Ciudad
que siempre va de paso y que parece que se queda esperando cuando nos vamos; que siempre se
queda lejos.
Habrá que volver.
La cola del pan |
Hola!!, encontré tu blog por casualidad y me ha gustado mucho, te sigo desde ya :). Me han encantado las imágenes, sensacionales.
ResponderEliminarBisous
La Biblioteca de la Morgue