Cualquiera que viera estas imágenes o que paseara por esas callejuelas creería que se encuentra en algún pueblecito del interior, o marinero, pero no turístico, en algún lugar de Levante. Sin embargo es un barrio, relativamente céntrico, de Valencia; tiene su parada de tranvía, camino de la Malvarrosa, la playa regenerada de los valencianos; calles estrechas, casas de dos plantas con grandes ventanales, ¿patio interior?, plantas exóticas o florales desbordando balcones, decoración de color en la austera elegancia de las fachadas, eso sí, cruzadas por mil cables y señales modernas, grandes farolas de tono antiguo, y algunos rincones inolvidables. ¿Sabrá modernizarse sin perder ese sabor señorial y antiguo, casi imposible de encontrar en Valencia?
El ritmo de la vida parece ser también distinto; al menos los establecimientos tienen su propio horario, los restaurantes se pueden permitir menus de a seis euros, los niños juegan en la calle y los hornos –tan abundantes en esta zona– exhiben todos los productos artesanales. Casi un milagro. Aunque con población emigrante, no parece haberse convertido en "gueto".
Una ciudad tan marcada por la ramplonería urbanística de todo el siglo que se fue, que luego se entregó a una especie de faraonismo moderno –la llamada ciudad de las ciencias– de dudoso porvenir y en contradicción con su propia historia, en donde la pugna entre esplendor natural e intervención mediocre es tan evidente, quizá debería cuidar y proteger aun más este precioso barrio, hecho no para la gente y el dinero, sino para el bienestar de quienes lo habitaban y el disfrute de lo que les rodeaba. Y así inclinar la balanza hacia lo que siempre tendrá, apoyándose en alguno de sus mejores logros, por ejemplo, en ese corredor verde que es el cauce del viejo Turia, que atraviesa y embellece la ciudad.
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