La travesía cronológica de la historia de nuestra poesía clásica, que en los programas oficiales de mi universidad arranca de Garcilaso –poesía del s. XVI, moderna, entonces– llega a Góngora cuando alcanza las dos últimas décadas del mismo siglo, como todo el mundo sabe. El buen lector que ha intentado acomodar sus oídos y su entendimiento a las novedades del melodioso Garcilaso, y que ha ido viendo cómo se acendraba, enriquecía y variaba esa veta culta durante el segundo tercio del siglo XVI, se encuentra entonces, hacia 1580, con una curiosa variedad de formas, temas y tonos que, si ha seguido fielmente con sus lecturas, no le extrañará demasiado, pues fundamentalmente habrá visto cómo motivos de inspiración en momentos y en autores diversos alcanzaban a contagiar todo tipo de manifestaciones poéticas y se encauzaban tanto por lo florilegios y colecciones como por el ancho cauce de la comedia nueva.
En ese momento aparece Góngora. Si uno toma la edición de sus poesías –la mejor, la de Antonio Carreira en la biblioteca Castro, lamentablemente sin casi notas y con algún tropezón, pero la mejor–, cuando se intenta presentar cronológicamente, el poeta cordobés se asoma a la palestra poética voceando romances y letrillas, casi al mismo tiempo que esculpiendo soberbios sonetos postpetraquistas. Las dos cosas, pues.
Y según se va uno adentrando en ese peculiar universo poético, se barruntan claramente los tonos fundamentales de su poesía; uno de ellos ya se ha señalado: la variedad, que será riqueza, y que alcanza a ser rasgo de época, con entradas generosas en modalidades muy diversas, ya sea de temas (religioso, amoroso, cortesano, festivo, satírico, popular....), lo más evidente, como en aspectos de estilo, perspectiva y otros.
Enseguida capta otro sabor esta vez diferente o, al menos, que no se observa de modo tan consciente y audazmente asumido por otros poeta: la extremosidad. En efecto, hay algo de tenazmente apartado, oblicuo o diferenciado en los juegos verbales –léxico, sintaxis, elementos artísticos– de sus versos, que a veces sorprende al lector, otras le obliga a una lectura de vuelta, mucho más alerta sobre lo que está leyendo, y otras alcanza a construir artefactos poéticos de naturaleza muy, muy peculiar.
Quisiera añadir, en tercer lugar, que tal extremosidad –de grado muy diverso– se efectúa, sin embargo, sobre el corpus poético que procedía del ancho caudal de la poesía del siglo XVI (lo que decíamos en el punto 1); de modo que detrás de ese ejercicio poético están los grandes temas de la poesía petrarquista, los más ligeros de la poesía tradicional, el fluido verbal de los romances, etc. con sus tópicos, motivos y estructuras métricas.
Vamos a señalar, en cuarto lugar, una característica que creo muy de Góngora; un elemento realmente nuevo en el poeta y nuevo en los tiempos que vivió y en los que iban a suceder: el acento, el interés, la vertiente dominante hacia lo poético y no solo y aun a veces no ni siqueira hacia el tema. Es el rasgo que, sin duda, necesita de una explicación un poquito más extensa –ya lo he dicho en algún otro lugar–: cuando Góngora escribe un poema a la casulla de la Virgen, a la muerte de la reina Margarita, a una monjita enclaustrada a la que envía ciruelas, etc. observamos –con deleite y con asombro– que lo esencial en cada caso no es el manto, ni el catafalco, ni las ciruelas.... Lo esencial es la poesía. Lo esencial es que el poeta abre el campo de la creación y en él se sume y en él crea, con una fuerza, una gracia y una capacidad poéticas fuera de lo común. Es un rasgo, por ahora lo enunciamos así solo, que posee la virtud de embellecer cualquier poema; pero es un rasgo de trasfondo ideológico evidente, y eso es lo que hay que explicar, finalmente: es un quehacer histórico. Irá en un Góngora posterior.
Solo quisiera añadir un quinto lugar, por ahora, porque, a mi modo de ver, tampoco se ha explicado puntual o extensamente en el caso de Góngora. Se trata del ritmo hacia el que cambia la avenida de la poesía española a finales del siglo XVI. Y Góngora va a dar golpes de timón varias veces. Una de ellas, la más evidente y aparatosa, la de las silvas, desde luego, más tarde, hacia 1613. Hay otras, sin embargo, y esta, que suele pasar más desapercibida, por sutil y por musical, resulta tanto o más interesante. Quede enunciada, para explicarla con detalle más adelante: Garcilaso difundió con la musicalidad del endecasílabo unos modos rítmicos que todavía suenan, y que entonces eran inéditos. Góngora incrusta en ese abanico de ritmos los que todavía no habían sonado con la misma extensión o los que no se habían asomado a nuestra lengua: ritmos de versos eneasílabos, decasílabos, tridecasílabos...., tomados o no de cantos, melismas y otros cauces, pero ahí: invadiendo sus primeras criaturas poéticas, mezclados con hexasílabos, romancillos y romances, en juegos sonoros nunca antes practicados de modo ran rico y sutil. Hasta tal punto es así que incluso, sospecho, son incorrectas las ediciones actuales cuando nos los dan editados sin comentario, con errores de diverso género, que proceden de no cuidar estos nuevos ritmos. Ya lo iremos viendo, aunque para ejemplo, bastaría con saber que el famoso estribillo que se nos va la pascua, mozas / que se nos va la pascua (9 + 7) hubiera sido mejor editarlo como que se nos va la pascua / mozas / que se nos va la pascua (7 +2 + 7). El mundo crítico del gongorismo, sin embargo, está algo viciado, en algunos rincones algo cerrado, y aunque es muy rico y voluntarioso necesita abrirse a otros aires.
Seguirá.
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