Rica, muy rica es la tradición de las confesiones, desde las agustinianas hasta las el pequeño filósofo azoriniano, cuyas cavilaciones –y sobre todo su modo de decirlo– me encandilaron de muchacho. Quizá provenga de ahí y de la educación religiosa que nos daban –la única que estaba permitida– la tardía vocación de confesor con la que alivio y torturo a la vez a mis colaboradores y discípulos. O quizá sea, por el contrario, que soy buen confesor y después de haber escuchado cuarenta años de confesiones más o menos juveniles se me ha creado el hábito de oírlas con respeto –y con envidia, claro– y de comentarlas con unos y otros. La tendencia a respetar la confidencialidad y a escucharla siempre que alguien acude a confesar puede que esté detrás de los muchos confesionarios que ahora veo que he ido fotografiando por todo el mundo. Este fin de semana lo hice en las Calatravas de Madrid y luego en la iglesia de San Gil –la antigua de San Hermenegildo–, que tenía muchos, en madera noble, como debe ser, con sus dos laterales diferenciando sexos y el refugio aterciopelado y confortable del confesor. ¿Será que en esos barrios se peca más? Ahora son barrios de ejecutivos y de emigrantes, muchos de ellos dedicados –¿u obligados?– a la prostitución. Barrio empecatado. Yo creo que proviene más de los ejecutivos de bancos y entidades financieras que de los que andan vendiendo cuerpo y afecto por cuatro perras.
A mí no me confiesan nunca pecados de carne, bien que me gustaría, sino tristezas, depresiones e incertidumbres laborales y profesionales, que inciden a veces gravemente en cuestiones humanas y que hacen vacilar a unos y a otros sobre decisiones, caminos, estudios, viajes, proyecciones.... El pecador o pecadora viene casi siempre con su indecisión resuelta, pidiendo una confirmación, un envite, una explayación en mente ajena del mapa que ya se ha construido; el rebote de sus ideas, quizá una mínima ayuda. Escuchar a los otros es una de las tareas que más me ha formado, probablemente, aunque luego, llegado el caso o afectándome a mí, no haya sabido resolver como en su momento convine con algún pecador que sería adecuado.
Un elemento filológico interesante se da en todo este tejemaneje de confesiones: el cómo lo digo, que es muchas veces motivo de consultas. Yo escucho y escucho y escucho, y a veces pregunto, y cuando ya el pecador se ha centrado y señala inequívocamente lo que le ocurre, con su "¿cómo lo digo?" al lado, le suelo contestar: exactamente como me lo acabas de decir ahora que lo he entendido. La fórmula resulta especialmente aconsejable para capítulos, tesis, cartas, resoluciones que se han de acompañar de exposición, etc. Decir las cosas bien y sencillamente es, frecuentemente, el centro del problema.
Tengo otra manía –entre muchas inconfesables, precisamente– que es la de los calcetines. Cuando alguien se va a lejas tierras y me despido, casi siempre le pido que cuando vuelva me traiga unos calcetines, más exóticos que lujosos o refinados. Tengo una gran colección de calcetines; aunque en casos muy sentimentales –lo confieso– nunca me trajeron calcetines. Los calcetines se rompen, por el dedo gordo y por el talón, en mi caso; y según los voy tirando a la basura, confieso que me acuerdo de quien me los trajo y me pongo sentimental, arruinado, melancólico. Si cruzando uno de esos estados de ánimo alguien me pide confesión, he de hacer un gran esfuerzo para no aconsejarle que tire la toalla, y que yo nunca me arrepentí de lo que hice, pero sí de lo que no hice, es decir, que peque todo lo que pueda, sin arrepentimiento, con esplendor.
¡Qué muebles tan sórdidos!!!!....
ResponderEliminarAunque algunos sean verdaderas obras de arte.
Un abrazo.
Ave María Purísima
ResponderEliminarD. Pablo: por razones electrónicas que desconozco, hace algún tiempo que no puedo enviarle mis confesiones a este cuaderno. A ver si esta vez me sale. ¡Pero no tires los calcetines, hombre! Cóselos con el huevo de madera.
Tibi
Sin pecado concebida, Tibi. Evitemos procacidades. Y te perdono tus pecados, sean cuales sean.
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