Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

Amigos, colegas, lectores con los que comparto el cuaderno

viernes, 10 de mayo de 2013

Las hermanas de Carlos (II)


Lo más extraño de aquella noche fue haberla vivido en territorio propio, en mi espacio, incluso en mi cuarto, donde mi pensamiento y mi imaginación se acomodaban a la costumbre y los objetos ocupaban el lugar que yo les había otorgado, para que no dieran mucha guerra, incluso domesticados, como la foto sicodélica de mis padres, un peluche panda de los últimos reyes en los que creí, la cerámica que compré en Triana, que hubiera debido ser cenicero o jabonera, la muestra de pirita que me trajo Carlos de su viaje a México, la foto que me hizo Juan, desnuda pero “sin que se me viera nada” –como decía él–, hasta el modo de poner la silla, con el almohadón naranja de respaldo. Vamos, todo. Espacio domesticado. Lugar de reposo. Enfadada por lo que había organizado Marga, sin avisar prácticamente –“vendrán Gena y Fernando”–; incómoda por haberlo aceptado, lo que significaba la habilitación de mi territorio para los que vinieran. Finalmente, resuelta a pasarlo de cualquier manera, pues cuando llegué –muy tarde, desde luego, la cena y la discusión con Juan habían cerrado el bar– la invasión se había completado y ya se estaba alcanzando la fase posterior, la más intensa, antes de la deshilada, que vendría con la madrugada. 
En casi todas las habitaciones intuí que había gente, en su mayoría acoplados, y en algunos rincones, varios miembros de una tribu, entregados a las ceremonias tradicionales al uso. Busqué algún círculo interesante, pero ya no los había, solo quedaban las parejas o los tríos con su fórmula cerrada y completa, y alguna gente perdida en su rincón, huida a la somnolencia de la raya o del alcohol. No sé por qué decidí yo también evadirme con una pastilla y un trago largo de algo con red bull y fondo de whisky, excesivo, como siempre que se pasa uno con el red bull, el peor remedio; evadirme en mi propia casa, incluso en mi propia habitación, que hubiera debido protegerme y que decidió, en vista de mi traición, hacer de las suyas y dejarme como extraña, sentada en mi cama. Al poco rato me sentí cansadísima; quise que me dejaran tumbarme, o recostarme al menos, en el sofá o donde sea, ya que casi toda mi cama estaba ocupada por un monigote semiborracho, Fernando; quise evadirme de todo, quizá para dormirme o para que se me pasara pronto el efecto de la bebida, o para que llegara pronto la madrugada y refugiarme en el silencio, que visto desde aquella situación era como un oasis. Sin embargo, no conseguí dominar exactamente lo que que hacía ni construir lógicamente un estado de la situación. Y en ese estado hube de tomar la estúpida decisión de entregarme tontamente a ese gorila, que súbitamente me apeteció y que no supo, por más que lo intentó, satisfacerme; satisfacerme cuando había decidido que a lo mejor merecía la pena, cuando había llegado a la resolución absurda de intentar sabe dios qué –tensión, deseo–, que lo único que quería es haber alcanzado algún tipo de sensación física apropiada, un modo de plenitud que me reclamaba todo el cuerpo, probablemente como compensación a la dispersión mental. Y el gorila me manoseó el culo, me golpeó el pecho, me hizo daño en los labios, se fue del beso cuando empezaba a gustarme y del abrazo cuando empezaba a sentir el calor que me subía por la piel, entonces al gorila –Fernando, en lenguaje civil, teórica pareja de Gena, a todas luces más que colocado– le dio por separarse, quitarse los pantalones y volver a intentar, sin conseguirlo, acariciarme los pezones. Era grotesco verle cumplir con los trámites de un polvo normal como si fuera un autómata. Parecía que a quien estaba manoseando no era a mí: yo era cuerpo ajeno y espectadora al mismo tiempo. Ni me supo quitar el sujetador, que se abría por delante y no por detrás, ni llegó con los labios más que a algún lugar debajo de la clavícula, mientras restregaba su sexo por encima de mis pantalones pensando que aquello era el no va más de mis pretensiones. Un momento hubo en el que le miré para intentar saber qué tipo de aventura pensaba estar viviendo y para que se fijara en mi mueca de disgusto: me devolvió una mirada babeante de signo contrario, como si aquello fuera el logro de una pasión exquisita. Totalmente convencida de su ineptitud y de la ausencia de riesgo, le dejé hacer. Anduvo penosamente de un lado a otro de mi quietud sin conseguir ya no solo acercarse a cualquier tipo de unión, ni siquiera logró descubrir algunos de los santuarios que mi cuerpo había pedido a gritos que le ocuparan. Eso sí, jadeó, se agitó, se llevó la mano al sexo y con una especie de estertor lejano me manchó la camisa y se derrumbó luego, no sé si feliz, agotado, borracho o dormido, a mi lado, con la boca torcida y despeinado. La frialdad de la espectadora que habitaba mi cuerpo era total.
Imposible averiguar después del trance si aquel había sido el gorila que más me había apetecido en algún momento–quizá cuando me lo presentó, como un triunfo, Marga– o si sencillamente lo acepté porque estaba al alcance de la mano, al lado, en mi propia cama, de modo que después del numerito consideré que no merecía la pena intentar alguna salida a mi estado de nerviosismo e insatisfacción; con la experiencia de aquel inútil pedazo de carne ya estaba escarmentada. Serena, fría y escarmentada. Y es en ese momento cuando me vino la meditación de marras, la de la noche extraña.
Alargué la mano para encontrar mi vaso, probé algo que tenía un fondo de ron caliente y que no era mío; me levanté abrochándome la camisa  y enganchando el cinturón y busqué algo que beber en mi propia mesa de trabajo. Se oían tres o cuatro tipos de música o quizá una sola muy muy alta, Pink cantando “Try”, tan alta que la batería parecía otra orquesta y el coro de féminas que daban el contrapunto al fondo la letra de otra canción. Estaba toda la habitación muy oscura, pero el rectángulo de luz azul que nos mandaba la puerta abierta componía un cuadro de sombras enlazadas que no eran las habituales de mi espacio, porque yo andaba buscando cómo salir de allí, liberarme hacia no sé dónde.
Hacia la puerta me fui. Es entonces cuando el tiempo se hizo lento, muy lento, procesional, durante la travesía de aquellos pocos metros, mirando a unas y otras habitaciones según pasaba, incapaz de ordenar recuerdos, todavía aturdida. Y así pasé por delante de la habitación de Carlos y Mero, por delante de la puerta del cuarto de baño, pasillo arriba, hacia el fondo; una silueta de dos sombras en la puerta de la cocina me impedía el paso limpio, era difícil seguir hacia el fondo de pasillo, en donde intuía que podría alcanzar algún tipo de descanso, de huida, de apartamiento. El halo de luz que venía del interior de la cocina me dejó ver el perfil afilado de Gena: con  los ojos cerrados, recibía en su boca a algún gorila –no distinguí quién era– y tenía un rictus de dolor; sin duda su animal le había hecho presa de algún rincón secreto y o ella no sabía como entregarlo o él no sabía como manejarlo; justo cuando iba a seguir pasillo arriba abrió los ojos y pude hacerle una seña rápida con la cabeza, hacia el otro lado del pasillo –para insinuarle una escapatoria–, donde se abría la habitación , la “leonera”, como decía mi padre, que había sido habitación de los “chicos” pequeños, Ricar, Susanita y Sustantivo; en un momento de respiro Gena alcanzó a decirme: “Están todas ocupadas”, y se entregó al nuevo asalto de su gorila, pero no sé si a defenderse o a corresponder.
Otra vez la lentitud del tiempo. Pudieron haber pasado horas hasta que alcancé con los ojos semicerrados el final del pasillo  y dudé, un momento, sobre qué derrota tomar: la de Alfredo, a la izquierda, o la de Carmela a la derecha. Me asomé primero a la de Alfredo, un espacio siempre protegido donde mi hermano mayor había gastado días y noches sentado delante del ordenador; alguna vez, sentado en sus rodillas, me enseñó parte de sus secretos (“no toques ninguna tecla, Inés, y no se lo cuentes a nadie”), y aparecían chicas maravillosas a las que amaba –a todas– y con las que se intercambiaba mensajes incesantemente; o me dejaba asistir a un chat colectivo en donde llevaba la voz cantante, y sobre todo, donde me ponía los cascos y me enseñaba a escuchar músicas extrañas, que yo oía embobada, feliz, deseando ser mayor como él para llenarme de secretos. La habitación de Alfredo, sin embargo, no conservaba ya nada de cuando él estudiaba –vivía– allí, se había convertido prácticamente en un almacén de trastos que se habían quedado sin vida ­–lámparas, almohadones, un equipo de camping, impresoras viejas, la butaca de mi madre, colecciones de cromos, ropa de todo tipo....–. Eso sí, se mantenía, en el rincón, la vieja cama de ikea en madera de haya, con colchón de goma espuma, en donde había otra pareja al parecer fumándose el sabroso porro de después, todavía semidesnudos. Opté por la derecha. Por un momento pensé que iba a tropezar con Sustantivo jugando a la nintendo, y de hecho tropecé con algo, pero no pude saber con qué. “No enciendas la luz, Inés”, me previno una voz susurrada, casi seguro que de mujer. “No pensaba encenderla”, susurré en el mismo tono con un deje de reprobación. Además poco podía ver; me escocían sobremanera las lentillas. Necesitaba cambiármelas. ¿Donde andarán mis gafas? En el bolso. ¿Y el bolso? En la entrada o en mi habitación. Buff. Tendría que volver por el pasillo nuevamente y aquel camino se me había hecho eterno. Además, había otras urgencias. Descansar, quizá, la primera. A la entrada de la habitación de Carmela me apoyé con la espalda en la pared y empecé a deslizarme hacia abajo, allí había un lienzo de pared antes de que se abriera el armario empotrado, un espacio discreto semioculto donde Carmela colgaba los posters del los tíos que más le excitaban. Hace tiempo que la pared se quedó sin tíos; no sé si porque Carmela se los llevó cuando se fue con Isabel o si los hizo desaparecer o si fue una última y desesperada actuación de mi madre, yo no quise intervenir en aquello, implícitamente pensé o hice para que se arreglara por sí mismo, y así habrá sido probablemente, nunca más supe de Carmela, la mayor, la más envidiada por todas. ¿Dónde estaría ahora? ¿Seguirá con Isabel? Alcancé a sentarme en el suelo y miré hacia arriba: la habitación parecía más grande mirada desde el suelo; pero no veía nada, aunque se oían más ruidos que en el pasillo, música que llovía sobre mí, música ahora lenta, sensual, apenas susurrada, con el compás de varios juegos de sombras en el techo, con las que podía imaginar que todo lo que sucedía sucedía de otra manera. Se detuvo la lentitud. Extendí las piernas: no molestaba a nadie, nadie me veía, nadie se fijaría en mí, no necesitaba a nadie, llovía la música –ahora cantaba James Arthur– llovían las sombras, llovían los recuerdos inesperadamente. En el momento de apresurar las caricias y dejar que mis dedos me alcanzaran por debajo de la ropa me acordé de la primera vez –¿habrá sido la primera vez de verdad?– cuando logré el éxtasis de los ojos cerrados y el temblor de la sangre, también por la noche, en silencio, acurrucada, allí cerca, mientras Carmela e Isabel pasaban de los susurros a los besos y de los besos a las caricias.” 

[Denis Antoine]

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