La
BNE es uno de los grandes tesoros de nuestro patrimonio cultural, no cabe
ninguna duda, por lo que España fue, atesoró y guardó. No voy a exponer a estas
alturas lo que significan esos depósitos bien conservados en el gran edificio
de Recoletos, ni voy a referirme a detalles de su funcionamiento, personal,
etc. Quisiera mantener un cierto tono general, al abrigo de cotilleos e
incidencias y circunstancias; y he de hacerlo casi obligadamente con un cierto
tónico crítico, no sé si constructivo o no, porque en estos momentos la crítica
del ciudadano normal alcanza muy pocas veces, si alguna, el lugar donde se
“construye”, el olimpo donde los dioses se reparten gajes y dineros en una
falsa democracia de cartón piedra. Y así empiezo porque los dos o tres
argumentos que siguen, expuestos en la propia BNE, a veces a personas con
responsabilidad interna, solo reciben un encogimiento de hombros que remite a
mayores, es decir, al olimpo del que antes hablábamos, adonde los mortales no
llegamos y nuestras quejas se pierden.
Como
asiduo activo de la BNE me voy a referir muy brevemente a tres cuestiones de
fondo; y no son las tres de solución económica.
Sí
lo es la primera. La hemeroteca de la BNE ha puesto a disposición de los
usuarios –¡de todo el mundo y desde su casa, si quieren!– la mayor colección de
revistas y periódicos digitalizados en lengua española, desde el siglo XVII a
la actualidad. Podemos leer en nuestra
pantalla números de la Gaceta de Madrid,
El Semanario Pintoresco, La Ilustración Española, La Pluma...., cualquier número de
cualquier año. La herramienta para el conocimiento e investigación de nuestra
historia –cultural, científica, política, etc.– no tiene parangón en nuestra
lengua con lo que nos ofrece esa digitalización. Ahí está.
En
la espléndida, agradable y funcional sala donde se ubica la hemeroteca hubo,
hasta hace poco, como en todas las hemerotecas que se precien, una batería de
revistas de acceso directo, con su sistema de almacenamiento de las más
recientes, en donde, por ejemplo, el historiador o el filólogo encontraba buena
parte de lo que en ese campo se publicaba en todo el mundo. No alcanzaba la
riqueza de las de Harvard (Widener) París o Londres y otros santuarios; pero
era digna y –quizá– suficiente para mantener el nivel de calidad de la
Hemeroteca que, añadido al fondo histórico digitalizado, convertía a la BNE en
un centro de investigación internacional insustituible.
Sin
embargo –empiezan las adversativas– desde hace unos meses, yo no sé desde
cuándo exactamente, de aquellos anaqueles de acceso directo han desaparecido
las mejores revistas francesas, alemanas, italianas, americanas....., lo cual
quiere decir que se han perdido también –lo he preguntado– las suscripciones.
Daño tremendo para el conjunto de la BNE, como centro de investigación, al que
se podía acudir con la completa seguridad de que no había sitio mejor para
trabajar sobre el mundo hispánico y, a veces, sobre aspectos históricos del
italiano, americano, centroeropeo, etc. En estos momentos la Hemeroteca de la
BNE camina hacia la sala de periódicos de un buen Ateneo provinciano.
Y la
tercera, emparentada quizá con las dos anteriores, no tiene tanto carácter
económico como de política de la propia BNE, de política activa y no de inercia
y seguimiento. Durante el periodo no vacacional sobre todo las salas de
investigación (información bibliográfica, la hemeroteca, la Barbieri, la propia
sala Cervantes....) aparecen semi vacías. Siempre me llamó la atención ese
vacío en contraste, por ejemplo, al tumulto de lectores e investigadores de la
BL o de la BN de París (cuya sala Richelieu,
sin embargo, no es un modelo de buena gestión, sino al contrario). Lateralmente
expresa la escasa capacidad de investigación en humanidades de escuelas y
universidades, de lo que no voy a decir nada ahora, creo que es batalla
perdida; pero también significa –y eso sí que me concierne y preocupa– la falta
de interés hacia aquellos que habrían de ser los que trabajasen con aquel inmenso
material que allí se atesora: la BNE es el lugar natural de aprendizaje de los
filólogos, historiadores de la lengua y de la cultura, y comparte con archivos
y otros centros documentales esa propiedad en el caso de otras muchas ramas de
las humanidades. Para que así sea, sin embargo, quienes se están formando en
esas disciplinas tienen que saber lo que allí hay, cómo se organiza y cómo se
trabaja con ello. Facultades, departamentos, profesores deberían de incluir en
sus programas la iniciación gradual en ese conocimniento, es cierto; pero la
BNE debería desarrollar una política activa hacia ese tipo de estudioso e
investigador, para atraerle, ayudarle y facilitarle que los millones de
impresos o los miles de manuscritos –por ejemplo– no sean, y cada vez más, un
montón de papeles que nadie nunca verá.
El movimiento general de la BNE es en sentido contrario: desde hace años está dando prioridad a la gestión cultural (exposiciones, conciertos, conferencias, muestras....) y lo está haciendo, por cierto, muy bien; pero no debe de ser actividad excluyente. La política activa puede empezar por gestos pequeños: alumnos de filología, historia, música, arte.... recibidos con campanillas y no con trabas, verbo y gracia. Son los que allí van a poder trabajar plenamente.
Y de
ese modo el vaciado de salas, pasillos y depósitos no tentará al político de
turno para convertir la sede en Ministerio
Asuntos Financieros y Modos de Expoliación del Ciudadano, mientras que la
decena de viejos investigadores que hayan sobrevido toman el tren para
consultar los fondos de lo que fue la BNE depositados en Navaconejos del Cid,
en una remota provincia a la que llega el AVE.
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