No
existe en el campo de la Filología –que yo sepa– una teoría bien organizada
sobre la lectura, en voz alta, que de ahí vaya a lo que tradicionalmente se
llama el “recitado” o, subido de retórica, el “declamado”. La definición de recitar es perfecta en el Diccionario.... de M. Seco, que añade con la entonación adecuada en el caso del declamado. Sin embargo el verbo se ha contagiado de alguna
hipérbole dramática y quizá resulte poco adecuado para una lectura correcta y
entonada.
Leer
y recitar es lo que yo suelo hacer y pedir en las clases de poesía, sin que
necesariamente se llegue a la declamación. Hace mucho que me di cuenta,
primero, de la extraordinaria herramienta docente que ese
ejercicio era –y no solo en escuelas infantiles y con adolescentes, ya lo veremos–; y luego, de
como se había ido perdiendo extrañamente esa facultad, primero por la cómoda aceptación de la lectura moderna inteligente, reflexiva o interior, que anulaba
la voz; luego por la invasión del campo por la TV, ordenadores, músicas,
imágenes, etc. El deterioro alcanzaba y alcanza de modo particularmente llamativo
a profesorado universitario, y consigue cotas insufribles cuando llega a decanos
y otras gentes de vivir burocrático y administrativo. En fin, allá ellos.
Realmente la universidad, se coja por donde se coja, no sale casi nunca de
tugurio.
Y es
así que cada vez y cuando que pido a mis alumnos que lean en voz alta, con
naturalidad, he de acompañarlo de modos de persuasión, que intento que no sean
razones de autoridad lejana, sino argumentaciones normales; aun así, he ido
recogiendo por aquí y por allá fundamentos teóricos, que en cualquier momento
pueden apuntalar lo que se podría considerar una lectura-recitado cabal, es
decir: aquella que ajusta el recitado al contenido de lo voceado y que,
incluso, acentúa otras valores latentes del texto elegido: su significado, su
formato, su capacidad dramatica, etc. La travesía teórica, que no citaré en su
detalle, precisamente para evitar el único argumento de la autoridad, pasa
desde luego por ensayos de Jakobson –sobre todo por el concepto de “ejecución”–,
se españoliza en unas precisas páginas de Amado Alonso (sobre todo de Materia y forma en poesía), en las que
define cómo llega el lector al final de un verso y enlaza con el siguiente, y
se remata –por citar lo más actual– en las sesudas consideraciones de Agustín
García Calvo, cuando explica el trazado entre ritmo y prosodia, arte y
gramática, en donde, y también al paso, resulta muy claro todo (véase, por ejemplo, de su extenso tratado final de rítmica, p. 258, & 507).
Para
que resulte claro, de todos modos, es mejor razonar unas cuantas cosas que
remitir a dogmas; porque sobre lo primero se puede discutir y con los dogmas
hay que enfrentarse por las bravas.
Ya
he dicho cuál es el principio fundamental del recitado, pero lo voy a enunciar
ahora en segundo lugar, porque en primer lugar vamos a enunciar otro de sentido
común, del modo siguiente:
1)
El lector, recitador o declamador puede ejercer su tarea como le parezca,
sobre todo si ejerce esa función para él mismo o en circunstancias en las que
no busque la comunión con otros semejantes. Se tratará de una “ejecución” a lo
que me dé la gana, que probablemente no podrá pedir ni exigir que otras la
compartan.
2)
El lector, recitador o declamador saldrá de su circuito personal o privado
cuando al ejercer su función intente que el texto cobre significados, bellezas
y valores que contiene en estado latente y que aparecen o se revelan,
precisamente, al ser leídos o recitados. Oído atento, entonces. Habrá comunión.
3)
Quienes comulgan y disfrutan con ese lector en muchos casos matizarían o
ejercerían su lectura de modo distinto. Desde luego, el concepto de ejecución
no remite a una sola partitura de ejecución obligada, sino a un arco o abanico
de posibilidades muy amplio, sobremanera porque en los límites de
esas ejecuciones aparecen recitados o ejecuciones de carácter artístico –por un
lado– y otras extrañamente atenuadas, en las fronteras mismas de lo que sería
una ejecución cero.
Este principio se enreda con otro muy complicado, que
proviene de sistemas distintos y que contamina constantemente la actividad
intelectual en el campo de la Filología: no se deben buscar cuantificadores en
un campo de continuos, a no ser que se quiera deformar por cuestiones
prácticas, la realidad, de manera que son incorrectas todas estas preguntas:
“¿Cuántas páginas exactamente debe ocupar mi trabajo sobre El Quijote?”;
“Califique usted de 1 a 5 la lectura del romance sonámbulo de Lorca que hizo
x”; “Defina usted exactamente el motivo esencial que configura a este
personaje”, “Qué ejecución ya es mala frente a la contigua que es buena?”, etc.,
etc., etc. Cuestiones, a millares, que
yo suelo contestar, para desesperación de cuantificadores, con la fórmula
culinaria más frecuente de la abuela: “Lo que admita”; y que adorno con una
coleteilla o rejón de muerte que espanta a todos mis alumnos norteamericanos:
“Pero voy a calificar también esa medida que usted aplique, si es o no la
adecuada”. Volver a un campo conceptual no cuantificado lo que se ha querido
definir en términos numéricos (es decir, mediante algo que no existe en la
realidad, el número, ente abstracto e imposible) es un deber de quienes
deambulan por esos campos cada vez que se sienten atacados por esa maniobra
(índices de audiencia, números de alumnos por clase, reducción a guarismo de
risas y lágrimas, etc.)
Dedico
este post a mi antiguo colega José
Dorronsorro, creo que de Ciencias de la Información, nombrado que fue como
inspector cuando la UAM me abrió expediente y que, vestido de negro totalmente,
desde el cuello a los calcetines, inició sus inspecciones sobre mis haceres y
me preguntaba –con el inmenso cariño del juez que quiere ser piadoso– para
cuantificar las malas artes que usaba con mis alumnos, a quienes no enseñaba –decían las acusaciones de quienes no fueron nunca mis alumnos– con el rigor y dedicación que la UAM requería. Al cabo, le regalé un libro de
mis versos, ¿lo habrá leído? ¿Habrá conseguido cuantificar todo aquello?
Este
post ha de tener continuación inmediata con otro en
el que se aborden directamente ya las pautas de una lectura y recitado,
ejemplificadas en versos de Garcilaso y odas de fray Luis de León.
El recitado, la declamación, la disertación, es todo un gran arte, ¡cómo cambian las ideas y las almas del público con un buen declamador!; aunque lo que se escuche sea lo mismo, el fruto no es el mismo según cómo se declame.
ResponderEliminarPensaba ayer, escuchando al parlamentario Coscubiela, que precisamente por ser profesor universitario se expresaba tan bien, se le escuchaba tan bien y daba gusto oírlo. Parece que no es general en la universidad. Ánimo y fuerza para usted y para sus escritos.