Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

Amigos, colegas, lectores con los que comparto el cuaderno

miércoles, 13 de febrero de 2013

Leer, recitar, declamar (I)


No existe en el campo de la Filología –que yo sepa– una teoría bien organizada sobre la lectura, en voz alta, que de ahí vaya a lo que tradicionalmente se llama el “recitado” o, subido de retórica, el “declamado”. La definición de recitar es perfecta en el Diccionario....  de M. Seco, que añade con la entonación adecuada en el caso del declamado. Sin embargo el verbo se ha contagiado de alguna hipérbole dramática y quizá resulte poco adecuado para una lectura correcta y entonada.
Leer y recitar es lo que yo suelo hacer y pedir en las clases de poesía, sin que necesariamente se llegue a la declamación. Hace mucho que me di cuenta, primero, de la extraordinaria herramienta docente que ese ejercicio era –y no solo en escuelas infantiles y con adolescentes, ya lo veremos–; y luego, de como se había ido perdiendo extrañamente esa facultad, primero por la cómoda aceptación de la lectura moderna inteligente, reflexiva o interior, que anulaba la voz; luego por la invasión del campo por la TV, ordenadores, músicas, imágenes, etc. El deterioro alcanzaba y alcanza de modo particularmente llamativo a profesorado universitario, y consigue cotas insufribles cuando llega a decanos y otras gentes de vivir burocrático y administrativo. En fin, allá ellos. Realmente la universidad, se coja por donde se coja, no sale casi nunca de tugurio.

Y es así que cada vez y cuando que pido a mis alumnos que lean en voz alta, con naturalidad, he de acompañarlo de modos de persuasión, que intento que no sean razones de autoridad lejana, sino argumentaciones normales; aun así, he ido recogiendo por aquí y por allá fundamentos teóricos, que en cualquier momento pueden apuntalar lo que se podría considerar una lectura-recitado cabal, es decir: aquella que ajusta el recitado al contenido de lo voceado y que, incluso, acentúa otras valores latentes del texto elegido: su significado, su formato, su capacidad dramatica, etc. La travesía teórica, que no citaré en su detalle, precisamente para evitar el único argumento de la autoridad, pasa desde luego por ensayos de Jakobson –sobre todo por el concepto de “ejecución”–, se españoliza en unas precisas páginas de Amado Alonso (sobre todo de Materia y forma en poesía), en las que define cómo llega el lector al final de un verso y enlaza con el siguiente, y se remata –por citar lo más actual– en las sesudas consideraciones de Agustín García Calvo, cuando explica el trazado entre ritmo y prosodia, arte y gramática, en donde, y también al paso, resulta muy claro todo (véase, por ejemplo, de su extenso tratado final de rítmica, p. 258, & 507).

Para que resulte claro, de todos modos, es mejor razonar unas cuantas cosas que remitir a dogmas; porque sobre lo primero se puede discutir y con los dogmas hay que enfrentarse por las bravas.

Ya he dicho cuál es el principio fundamental del recitado, pero lo voy a enunciar ahora en segundo lugar, porque en primer lugar vamos a enunciar otro de sentido común, del modo siguiente:
1) El lector, recitador o declamador puede ejercer su tarea como le parezca, sobre todo si ejerce esa función para él mismo o en circunstancias en las que no busque la comunión con otros semejantes. Se tratará de una “ejecución” a lo que me dé la gana, que probablemente no podrá pedir ni exigir que otras la compartan.
2) El lector, recitador o declamador saldrá de su circuito personal o privado cuando al ejercer su función intente que el texto cobre significados, bellezas y valores que contiene en estado latente y que aparecen o se revelan, precisamente, al ser leídos o recitados. Oído atento, entonces. Habrá comunión.
3) Quienes comulgan y disfrutan con ese lector en muchos casos matizarían o ejercerían su lectura de modo distinto. Desde luego, el concepto de ejecución no remite a una sola partitura de ejecución obligada, sino a un arco o abanico de posibilidades muy amplio, sobremanera porque en los límites de esas ejecuciones aparecen recitados o ejecuciones de carácter artístico –por un lado– y otras extrañamente atenuadas, en las fronteras mismas de lo que sería una ejecución cero. 
Este principio se enreda con otro muy complicado, que proviene de sistemas distintos y que contamina constantemente la actividad intelectual en el campo de la Filología: no se deben buscar cuantificadores en un campo de continuos, a no ser que se quiera deformar por cuestiones prácticas, la realidad, de manera que son incorrectas todas estas preguntas: “¿Cuántas páginas exactamente debe ocupar mi trabajo sobre El Quijote?”; “Califique usted de 1 a 5 la lectura del romance sonámbulo de Lorca que hizo x”; “Defina usted exactamente el motivo esencial que configura a este personaje”, “Qué ejecución ya es mala frente a la contigua que es buena?”, etc., etc., etc. Cuestiones, a  millares, que yo suelo contestar, para desesperación de cuantificadores, con la fórmula culinaria más frecuente de la abuela: “Lo que admita”; y que adorno con una coleteilla o rejón de muerte que espanta a todos mis alumnos norteamericanos: “Pero voy a calificar también esa medida que usted aplique, si es o no la adecuada”. Volver a un campo conceptual no cuantificado lo que se ha querido definir en términos numéricos (es decir, mediante algo que no existe en la realidad, el número, ente abstracto e imposible) es un deber de quienes deambulan por esos campos cada vez que se sienten atacados por esa maniobra (índices de audiencia, números de alumnos por clase, reducción a guarismo de risas y lágrimas, etc.)

Dedico este post a mi antiguo colega José Dorronsorro, creo que de Ciencias de la Información, nombrado que fue como inspector cuando la UAM me abrió expediente y que, vestido de negro totalmente, desde el cuello a los calcetines, inició sus inspecciones sobre mis haceres y me preguntaba –con el inmenso cariño del juez que quiere ser piadoso– para cuantificar las malas artes que usaba con mis alumnos, a quienes no enseñaba –decían las acusaciones de quienes no fueron nunca mis alumnos– con el rigor y dedicación que la UAM requería. Al cabo, le regalé un libro de mis versos, ¿lo habrá leído? ¿Habrá conseguido cuantificar todo aquello?

Este post  ha de tener continuación inmediata con otro en el que se aborden directamente ya las pautas de una lectura y recitado, ejemplificadas en versos de Garcilaso y odas de fray Luis de León.


1 comentario:

  1. El recitado, la declamación, la disertación, es todo un gran arte, ¡cómo cambian las ideas y las almas del público con un buen declamador!; aunque lo que se escuche sea lo mismo, el fruto no es el mismo según cómo se declame.
    Pensaba ayer, escuchando al parlamentario Coscubiela, que precisamente por ser profesor universitario se expresaba tan bien, se le escuchaba tan bien y daba gusto oírlo. Parece que no es general en la universidad. Ánimo y fuerza para usted y para sus escritos.

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