Del taller de pintura de palacio a la calle Hileras apenas hay unos veinte minutos de camino, si se va, como es lógico, atravesando el huerto de la Priora, de manera que cuando don Alonso llegó ya tarde a su casa le extrañó encontrarse con la puerta del obrador abierta. Era el diez de junio de 1643 y la luz del atardecer madrileño coronaba de amarillos los tejados de palacio y de la iglesia de Santa María, de manera que entró en la casa con la luz del día enredándose con la penumbra y subió hasta el aposento donde sabía que su mujer descansaba, pues le habían sangrado hace poco, y se había quedado en la cama. Allí seguiría, quizá dormida, pues no salía ruido de la casa. La extrañeza fue en aumento cuando vio el desorden de la entrada, el de las estancias, el de la cama, en donde se intuía la presencia de un bulto, quizá de un cuerpo. Unas horas después el revuelo en torno a la casa del “pintor del Conde Duque”, don Alonso, era completo y las gentes se arremolinaban: al parecer el cuerpo de su joven esposa yacía en la cama, cosido a puñaladas, y no se sabía dónde estaba el modelo, aquel mendigo joven y macilento que le estaba sirviendo, desnudo, para los varios encargos de cristos crucificados que el pintor Cano había terminado o estaban a medio hacer.
Sacado de su casa entre alguaciles, don Alonso fue llevado a la cárcel de la Villa, entre comentarios de los vecinos que más de una vez le habían oído discutir con su joven esposa, demasiado joven quizá para un hombre ya maduro. Contaron los alguaciles que el cadáver sujetaba en la mano una mata de pelo del presunto asesino; pero que eso no era prueba concluyente, pues el pintor hubiera podido pagarle para que cometiera el asesinato.
Sacado de su casa entre alguaciles, don Alonso fue llevado a la cárcel de la Villa, entre comentarios de los vecinos que más de una vez le habían oído discutir con su joven esposa, demasiado joven quizá para un hombre ya maduro. Contaron los alguaciles que el cadáver sujetaba en la mano una mata de pelo del presunto asesino; pero que eso no era prueba concluyente, pues el pintor hubiera podido pagarle para que cometiera el asesinato.
Durante los días siguientes se extendió el rumor de que en la
cárcel, Alonso Cano había sido sometido a un duro interrogatorio, aplicándole incluso tortura, sin que llegara a confesar nada. De hecho, poco después desapareció
del barrio y de Madrid, sin que nadie supiera a donde se había ido a superar el
amargo trance y a huir del escándalo. Se dice que se había refugiado en un
monasterio valenciano. El caso es que muchas cosas quedaron por hacer o por
terminar, tanto en el obrador de su casa en la calle Hileras, como en el taller
de los pintores en Palacio, en donde se tuvo por prudencia descolgar dos
cuadros representando viejos reyes, de los mejores de una serie que adornaba el
salón dorado de Palacio.
Sin
embargo la huella de aquel crimen se fue difuminando poco a poco, y Alonso Cano volvió un buen día a sus tareas normales en Madrid. Nadie le reprochó nada, tampoco cuando volvió a
Granada, su tierra, en donde volvió a casarse y a trabajar para la iglesia, sobre todo en la catedral. La verdad es que aún tendría larga vida y mucha tarea artística.
A
su vuelta a Madrid, sin embargo, le busca o se encuentra con él José González de
Salas, el erudito amigo de Quevedo, que había ayudado a preparar la edición
de sus poesías, sin alcanzar a terminarlas. El Conde duque ha desaparecido del
mapa (en enero de 1643) y Madrid anda revuelto: vuelven algunos de los
represaliados, desterrados, condenados, entre ellos había vuelto don Francisco
de Quevedo, al comenzar el verano de 1643, que ha pasado un año en la corte,
antes de viajar a La Torre y luego a Villanueva de los Infantes, donde acaba de
morir (setiembre de 1645).
Alonso
Cano que había coincidido con Quevedo durante el trágico año de 1639, en el
círculo del mismísimo Conde-duque, había dejado de esculpir la estatua –es un
busto– de Quevedo, cuya figura física sin duda le atrajo, cuando el escritor
fue sorprendente y repentinamente detenido y llevado al convento de San Marcos
de León. Por eso se aviene a trabajar con González de Salas, los dos son "perdedores", para dibujar los
grabados de la colección de poesías (póstuma). El pintor dibuja una preciosa
lámina de Quevedo laureado; y luego concierta que sean más, tantas como musas,
que son las que aparecen en la edición El Parnaso español (1648). Sin embargo,
el busto, queda sin terminar, como le comenta a su discípulo Herrera Barnuevo.
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