En este blog, desde hace tiempo, se han aconsejado lecturas francesas, normalmente con su versión española. Aquí se tradujeron poesías (Le ciel s'écartelait, déchiré de pylônes...) de Houellebeck
(véase:http://hanganadolosmalos.blogspot.com.es/2012/12/a-houellebeck-se-le-lee-en-el-metro.html) cuando poca gente le conocía en España–, se habló del amor tardío de Paul Valery y de su resultado (véase:
poético http://hanganadolosmalos.blogspot.com.es/2010/04/poema-final-de-corona-coronilla-de-paul.html,)
que tanto avergonzaba a los franceses, y se dio versión de alguno de los poemas entonces publicados, lo mismo que de textos antiguos, como alguno de los Lais de Marie de France, o modernos.... En fin, a lo largo de ese tiempo se ha conectado varias veces con la métrica francesa, con el Góngora fráncés (traducido por Robert Jammes), con textos de Ronsard, Françoise Hardy, Moustaky, Luis Née, Montaigne, etc. Hoy corresponde dar noticia de una excelente novela, recién aparecida, de aire ligero y de lectura grata, pero de reflejo hondo –esa es cualidad del buen novelista–, de la que reproduzco el primer capítulo, tanto el original como mi versión.
I
“30 de agosto: día mundial de las personas desaparecidas”
El calendario que prendido cuelga a la derecha de la ventana
parece decirme: “Mira, es tu día”.
Es verdad.
Soy una persona desaparecida.
La gente. Me he parado. A partir de ahora me mantengo al margen,
en los aledaños de una humanidad en exceso bulliciosa.
Entre los dos se levanta hoy el espesor de una ventana, de una
frontera o de una pared. La separación es amistosa: no me he escapado a un desierto
lejano, o a una densa selva o a una cueva aislada; nada tengo de ermitaña. Los
ermitaños, sus horrorosos andrajos y sus turbios cuchicheos, me irritan, como
si el hecho de alejarse de los demás pudiera conferirles ese tipo de autoridad
de la que hacen gala; y todo ello escenificado en nombre de la renuncia, mugre
y sordidez. Por lo demás, habitualmente es asunto de hombres: las raras mujeres
a quienes tentó fueron casi siempre relegadas a la categoría de brujas; y menos
mal.
Me he quedado en la ciudad, en el mismo barrio, la misma calle, en
la misma casa, en el mismo piso. Eso sí, he renunciado. A salir, ya. Cuando me
apuesto detrás de la ventana, como hacen las viejecitas apoltronadas en su
sillón, puedo ver la calle y la gente, y el espectáculo se renueva día tras
día; un regalo. No soy una mujer vieja, sin embargo; tengo cuarenta años. Mi
vista y mis oídos permanecen intactos. Mis sentidos disfrutan todavía con lo
que ocurre; pero mantengo la distancia.
Antes estaba anegada. Escuchaba demasiado, veía demasiado, sentía
demasiado. Dotada de una peculiar sentido de la percepción, captaba nítidamente
lo que los demás apenas notaban. El imperceptible tic-tac, el menor murmullo o cualquier
ruidillo acababa por afectarme, cuando los demás ni siquiera lo habían notado.
Poseo, de añadidura, el olfato de un sabueso, y olisqueo constantemente el perfume
de un universo, que por lo demás resulta casi siempre inodoro. Y luego, en fin,
yo miro, escudriño, me dicen, tan intesamente que descoloco. No puedo evitarlo:
percibo, toco, gusto; lo que me rodea penetra en mí continuamente a través de
todos mis poros, me llena, me remueve, me impone su bullicio continuo, mientras
que intento mantener la serenidad, no dejarme invadir; pero me siento manejada,
constantemente vapuleada por emociones ensordecedoras, que me afectan sin que
pueda, por lo menos, manejarme. Al fin y al cabo, en el centro de aquel
universo, me siento sola, aislada en medio de un ciclón, diría.
Hoy, lo esquivo y, por fin en mi refugio, respiro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario