Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

Amigos, colegas, lectores con los que comparto el cuaderno

miércoles, 6 de mayo de 2015

Una novela, "La silhouette, c'est peu", de Nathalie Peyrebonne

En este blog, desde hace tiempo, se han aconsejado lecturas francesas, normalmente con su versión española. Aquí se tradujeron poesías (Le ciel s'écartelait, déchiré de pylônes...) de Houellebeck
(véase:http://hanganadolosmalos.blogspot.com.es/2012/12/a-houellebeck-se-le-lee-en-el-metro.html) cuando poca gente le conocía en España–, se habló del amor tardío de Paul Valery  y de su resultado (véase: 
que tanto avergonzaba a los franceses, y se dio versión de alguno de los poemas entonces publicados, lo mismo que de textos antiguos, como alguno de los Lais de Marie de France, o modernos.... En fin, a lo largo de ese tiempo se ha conectado varias veces con la métrica francesa, con el Góngora fráncés (traducido por Robert Jammes), con textos de Ronsard, Françoise Hardy, Moustaky, Luis Née, Montaigne, etc. Hoy corresponde dar noticia de una excelente novela, recién aparecida, de aire ligero y de lectura grata, pero de reflejo hondo –esa es cualidad del buen novelista–, de la que reproduzco el primer capítulo, tanto el original como mi versión.


I

“30 de agosto: día mundial de las personas desaparecidas”

El calendario que prendido cuelga a la derecha de la ventana parece decirme: “Mira, es tu día”.
Es verdad.
Soy una persona desaparecida.

La gente. Me he parado. A partir de ahora me mantengo al margen, en los aledaños de una humanidad en exceso bulliciosa.
Entre los dos se levanta hoy el espesor de una ventana, de una frontera o de una pared. La separación es amistosa: no me he escapado a un desierto lejano, o a una densa selva o a una cueva aislada; nada tengo de ermitaña. Los ermitaños, sus horrorosos andrajos y sus turbios cuchicheos, me irritan, como si el hecho de alejarse de los demás pudiera conferirles ese tipo de autoridad de la que hacen gala; y todo ello escenificado en nombre de la renuncia, mugre y sordidez. Por lo demás, habitualmente es asunto de hombres: las raras mujeres a quienes tentó fueron casi siempre relegadas a la categoría de brujas; y menos mal.
Me he quedado en la ciudad, en el mismo barrio, la misma calle, en la misma casa, en el mismo piso. Eso sí, he renunciado. A salir, ya. Cuando me apuesto detrás de la ventana, como hacen las viejecitas apoltronadas en su sillón, puedo ver la calle y la gente, y el espectáculo se renueva día tras día; un regalo. No soy una mujer vieja, sin embargo; tengo cuarenta años. Mi vista y mis oídos permanecen intactos. Mis sentidos disfrutan todavía con lo que ocurre; pero mantengo la distancia.
Antes estaba anegada. Escuchaba demasiado, veía demasiado, sentía demasiado. Dotada de una peculiar sentido de la percepción, captaba nítidamente lo que los demás apenas notaban. El imperceptible tic-tac, el menor murmullo o cualquier ruidillo acababa por afectarme, cuando los demás ni siquiera lo habían notado. Poseo, de añadidura, el olfato de un sabueso, y olisqueo constantemente el perfume de un universo, que por lo demás resulta casi siempre inodoro. Y luego, en fin, yo miro, escudriño, me dicen, tan intesamente que descoloco. No puedo evitarlo: percibo, toco, gusto; lo que me rodea penetra en mí continuamente a través de todos mis poros, me llena, me remueve, me impone su bullicio continuo, mientras que intento mantener la serenidad, no dejarme invadir; pero me siento manejada, constantemente vapuleada por emociones ensordecedoras, que me afectan sin que pueda, por lo menos, manejarme. Al fin y al cabo, en el centro de aquel universo, me siento sola, aislada en medio de un ciclón, diría.
Hoy, lo esquivo y, por fin en mi refugio, respiro.



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