Se disfruta leyendo el relato de Munir; primero se disfruta, luego se sospecha que en muchos momentos son páginas aquellas valiosas, finalmente el lector se entrega a las torsiones de su prosa y lamenta que se acaben. Más tarde, el lector viejo –o el viejo lector, soy las dos cosas– anota al margen cosas que no quiere que se le escapen, sobre todo cuando se reiteran o cuando afectan a la construcción de un relato en donde las virtudes están, la mayoría de las veces, en no haberlas buscado o en ir descartando todas aquellas que pertenecen al aburrido mundo de la Literatura –apunto he estado de quitarle la mayúscula, tiempo habrá.
No es fácil hacerse con el relato si se viene con las gafas de leer novelas, porque a poco que uno deje que viva aquella prosa observa que va esbozando caminos y a muchos se asoma y muchos toma, pero para atisbar nuevos senderos e iniciar otros –campo traviesa– sin decidirse firmemente por ninguno, de lo que dan cuenta los incisos, arrepentimientos, frases parentéticas y demás, hasta el punto que los verbos dicenci tipo “digo”, “decía”, etc., espigan el texto para reconducirlo por alguno de los vericuetos ya iniciados. O hasta el punto de que a veces se necesitan cerrar al mismo tiempo dos o tres paréntesis. ¿Será que lo accesorio del relato es más interesante que lo sustancial? A juzgar por la cantidad de digresiones que asaltan al lector resultaría que ese es uno de los “temas” del relato; pero en eso de buscar un tema parece que hay ya una traición, una desviación de crítico resabiado incapaz de sumergirse en relatos frescos que no quieren ser una novela al uso, bien conformada, lo que sería un modo de rendirse y, por ahora, Munir no se rinde.
Mala cosa para un prosista que no esté avezado en los sortilegios de la sintaxis y en el arte de embaucar al lector. Sin embargo, Munir posee ese arte y lo posee sin que se note, es decir, discurriendo siempre al filo sutil de la ironía (por ahí anda de vez en cuando Vila Matas), que pocas veces se quiebra (quizá en el título y en el exceso de la nota inicial). Detrás de esos sortilegios suele haber lecturas bien asimiladas. Si me da espacio esta brevísima reseña, diré de qué manera ese modo de narrar afecta a lo que cuando era profesor de literatura (ahora ya va con minúscula, como prometí) llamaba "estilo".
En estos momentos vendría bien –al fin y al cabo soy un experto en estas cosas– señalar la apoyatura en los modos narrativos en algunas formas que recogen adecuadamene el tono del relato, tales las de la amplitud de la oración. Se me asustará el autor si le digo que desde fray Luis de León no había visto oraciones reales (otras cosas son los ensayos hacia la extravagancia) que ocuparan páginas enteras sin llegar al aliviadero de un punto, oraciones extremas, eso sí, construidas con el cuidado y la perfección de una catedral gótica, sin que ningún nervio se acomode, tras venir de los arbotantes, pasar por los medallones de la cúpula, y terminar en su columna respectiva. Así se da uno cuenta de que eso de “escribir bien” es cosa de “particular juicio” –cito a don Miguel–. Algunos maestros de rupturas extremas anteriores asoman al relato –como La saga-fuga de J.B–.
No estaría completa la flor anterior si no añadiera otro curiosísimo rasgo, del que probablemente no es consciente el autor mismo: la escasez –con alguna irregularidad– de los signos diacríticos, que quiere decir: la libertad y amplitud de la expresión que no suele quedar constreñida por las hormiguitas de la puntuación. Precisión fluida sin tormento. Una cierta "nonchalance".
Tampoco se produce la peligrosa distorsión léxica: el palabrerío es sufientemente rico como para bailar al aire del discurso y no se va de pedante ni desciende de registro tanto que esconda lo que decir se quiere, peligro tan abundante hoy que daña a la inmensa mayoría de los relatos de gente joven, todavía poco duchos en manipular registros y situar el suyo, el del relato, adecuadamente.
Pero entonces, ¿de qué va Los pistoleros del eclipse, que es el título, demorado porque no me gusta demasiado? Va de ahora, lo que no es poco. Consigue ir de ahora. Es un ahora juvenil, poliforme, confuso, irritante, festivo, marginal.... que termina por contagiar a todo, en el que dominan dos o tres polos: drogas menores (o mayores), relaciones juveniles, desorientación, insatisfacción, desprecio o, mejor, indiferencia ante los valores al uso, asimilación de culturas multiples....
Sin embargo, a medida que avanzo en la sarta de motivos me doy cuenta de que traiciono al relato, que no es eso, sino bastante más, y que como los buenos relatos solo se define cuando se lee y se acompaña al protagonista en sus exabruptos sobre Vodafone-Sol, sus paseos por la escalera de servicio del Corte Inglés, sus diálogos con el diario, o en la deliciosa narración de la disputa entre el ciempiés y el caracol, pongo por caso. O en sus salidas constantes del propio relato:
Un día, din embargo (“sin embargo”, como en todas las buenas historias) el hombre empezó a oír ese rumor....
de no haber sido porque su esposa, que lo amaba profundamente, como solo se ama en los relatos....
lo que delata una sana desconfianza hacia la literatura –quizá, a veces, hacia su propia capacidad para ir con ella.
No está, desde luego, el atractivo del relato en todos estos rasgos que se producen por la disecación de la criatura, mucho más viva y jugosa de lo que dicen estas notas: un escalón más abajo aparecen continuas perlas expresivas, dichas casi al paso, que ofrecen en el tejido medio el mismo delicioso sabor que los rasgos del estilo o que la lectura total del relato: “sociólogo en ciernes”, “sobredosis de ficción”.... También los hay en las capas novelescas, por ejemplo con esos dos acertados finales de “Cuarto” (p. 117) y de “Uno” (p. 107), que acompañan al del comienzo absoluto.
Editado por una pequeñísima editorial, solo he localizado una errata mínima (“insifrible”, p. 75) y unas cuantas tildes (“dais” y “huida”, “reirse”, etc. ) de más o de menos. Poca cosa para el notable esfuerzo de haber mantenido una prosa tensa y divertida.
Mucho me gustaría ampliar este tipo de observaciones, pero la invitación a la lectura puede convertirse en ese demoledor y aburrido aparato crítico que, durante décadas, ha venido siendo el lastre de la literatura –otra vez con minuscula–, de manera que quisiera volver otra vez al comienzo. El relato nos trae a nuestro mundo, al actual, con pocos filtros, es casi un fluido de ideas, pensamientos y ocurrencias de una persona que no quiere engrosar “la masa amorfa de los que fracasan”, pero que si lo hace –no ocurrirá– habrá sido sin detenerse a recrear o poseer toda la falsa hojarasca que nos ahoga.
Y he querido dejar un hueco para el ejemplo de algún pasaje realmente cogido al azar:
Muchísimas gracias, Pablo, por esta elogiosa reseña (un elogio vale el doble si viene de ti, porque sé que no los regalas). Gracias -también- por darte cuenta del paralelismo entre los finales truncados del relato dentro del relato y del relato en sí. Entiendo que el título no te guste, aunque va más allá de lo que parece decir (que viene a ser nada) y desde luego más allá de lo que yo puedo controlar. Bueno, ya me callo. Sólo quiero repetir aquí una cita del tío de Guido, en "La vida es bella", que me ha recordado a tus palabras ("¿Será que lo accesorio del relato es más interesante que lo sustancial?"):
ResponderEliminarNo hay nada más necesario que lo superfluo.
Gracias, Pablo, de verdad: gracias.
Parece onetti el de la foto, claro. No sé si armonizas con la cama de su amargura.
EliminarNo armonizo pero admiro y me gusta su actitud con esa pistola en la mano.
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