Iba a dar noticia –y la doy, desde luego– de un breve e interesante epistolario entre Dámaso Alonso y Marcel Bataillón que acaba de aparecer, bien recogido, comentado y editado, por Estrella Ruiz-Gálvez, con dos apéndices, de Javier Espejo Surós y de Alicia Nieto Oiffer, respectivamente; e iba a dar noticia para conectarlo con otras muchas cartas dispersas que voy leyendo, casi siempre ocasionalmente encontradas en fondos bibliográficos dispersos; de los dos egregios humanistas de este volumen he leído o visto abundancia –en lo que se me alcanza inéditas– en el legado Rodríguez Moñino de la RAE y en la propia Fundación Universitaria Española, en el inmenso e interesante epistolario de Pedro Sáinz Rodríguez. Decía que iba a dar noticia cuando, al cerrar el estudio inicial me he encontrado recordando la escena que se relata, ya muy tarde, casi como deshilada de la introducción:
Llegamos así al dos de junio de 1970. Marcel Bataillon está en Madrid. Ha aceptado la invitación oficial que le hace la Comisión Nacional que organiza el homenaje a don Gregorio Marañón Posadillo, fallecido en 1960. El escultor Pablo Serrano ha esculpido la imagen del ilustre médico, que se coloca ahora frente a la Facultad de Medicina. A Marcel Bataillon le incumbe la evocación de la personaliad humana, intelectual y moral de don Gregorio.
El acto inaugural del homenaje tiene lugar en el Paraninfo de la Facultad de Letras de la Universidad Complutense, en presencia de don Dámaso Alonso, Director de la Real Academia Española. Bataillon, tras evocar los años parisinos de don Gregorio, la actividad intelectual de los años entre 1940 y 1942, pronuncia una lección homenaje que lleva el título significante. Política y Literatura en el Doctor Laguna.
Aunque le había conocido antes, a su paso por Salamanca, cuando yo era allí bibliotecario, solo en esta ocasión y en aquel contexto calibré el alcance de su figura y del universo académico que en aquel momento le rodeada. Yo acababa de volver de un lectorado en Francia y trabajaba con Alonso Zamora Vicente, que entre bromas y veras, había aceptado que hiciera una tesis sobre Mateo Alemán. Con él fui, aconsejado por Lapesa, que estaba cercado de pupilos, ayudantes, doctorandos, etc. y con el que había perdido contacto al tenerme que ir a Salamanca, primero, después de las revueltas estudiantiles, y a Francia más tarde.
Don Alonso me sentó a su lado, con esa cercanía que sabía imprimir en sus relaciones –y que no siempre se aceptaba bien. Y me fue señalando el ceremonial y las personas que al homenaje acudían: no necesitó hacerlo con Dámaso Alonso, que había sido profesor mío, de Románicas, el año de su jubilación; ni con Joaquín Rodrigo, que por allí deambulaba, ni con los restantes profesores de aquel claustro entre irregular y deslumbrante, pero bien recuerdo que Bataillon, que atisbo a Zamora de lejos, se detuvo momentáneamente y ambos se aproximaron a saludarse. Y también me saludó a mí, pero con gesto de la cara, entre curioso y elegante.
Luego escuchamos la lección sobre Laguna, de la que me quedan, lo siento, pocos recuerdos, aunque sé que fue uno de los pilares de su investigación en aquellos años.
Por las páginas del Erasmo y España ya había pasado, pero no por la edición de El Enquiridión, en la versión del Arcediano de Alcor, y eso que era el autor de la Silva palentina, libros ambos que me interesarían más tarde. En el epistolario se habla y mucho de Erasmo, del Enquiridión y de todos aquellos alrededores, con cartas que van ¡desde 1927! y que atraviesan circunstancias, países, nombres sin cuento, a veces con perspectivas curiosas sobre temas importantes: ¿por qué Dámaso Alonso no envía a Bataillon sus poesías?, ¿por qué renuncia a las muchas propuestas de salir de España tras la guerra, en condiciones a veces muy ventajosas? Etc.
Nos proporcionan los epistolarios esa perspectiva nueva o ese conocimiento menudo de temas que suelen pasar desapercibidos; o nos los asientan, como esa puntillosidad de Lapesa en la presentación de libros para los académicos de la RAE, la misma de sus clases.
En una de las últimas cartas que conservo de Claudio Guillén me decía, entre irónico y entusiasmado, que nosotros conservaríamos el noble género epistolar. No será así, porque ese género se comenzó a ir, se está yendo, quizá ya se ha perdido, barrido por el sistema de comunicaciones fulgurantes que se acompañan de la electricidad y que se pierden, o al menos no se conservan a manera de los viejos textos.
Yo creo que la sustitución parcial de las viejas cartas está en nuevos lugares, quizá en lugares como este, el "blog".
Por las páginas del Erasmo y España ya había pasado, pero no por la edición de El Enquiridión, en la versión del Arcediano de Alcor, y eso que era el autor de la Silva palentina, libros ambos que me interesarían más tarde. En el epistolario se habla y mucho de Erasmo, del Enquiridión y de todos aquellos alrededores, con cartas que van ¡desde 1927! y que atraviesan circunstancias, países, nombres sin cuento, a veces con perspectivas curiosas sobre temas importantes: ¿por qué Dámaso Alonso no envía a Bataillon sus poesías?, ¿por qué renuncia a las muchas propuestas de salir de España tras la guerra, en condiciones a veces muy ventajosas? Etc.
Nos proporcionan los epistolarios esa perspectiva nueva o ese conocimiento menudo de temas que suelen pasar desapercibidos; o nos los asientan, como esa puntillosidad de Lapesa en la presentación de libros para los académicos de la RAE, la misma de sus clases.
En una de las últimas cartas que conservo de Claudio Guillén me decía, entre irónico y entusiasmado, que nosotros conservaríamos el noble género epistolar. No será así, porque ese género se comenzó a ir, se está yendo, quizá ya se ha perdido, barrido por el sistema de comunicaciones fulgurantes que se acompañan de la electricidad y que se pierden, o al menos no se conservan a manera de los viejos textos.
Yo creo que la sustitución parcial de las viejas cartas está en nuevos lugares, quizá en lugares como este, el "blog".
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