El bizcocho de albaricoques, tres harinas y almendras se hace solo cuando uno haya sufrido desengaños amorosos continuados e irremediables, que es lo que me corresponde ahora tener por edad, condición y desencanto. Hubiera debido hacerlo casi a diario, pero el estado de depresión continua suele ser poco apropiado para encarar el verano y preparar los largos viajes; y es a todas luces evidente que se está preparando un verano “a lo trump”, y yo, de añadidura, ya he sacado billetes –que no pasan por Qatar, menos mal– para llegar a las praderas de Bulun Huir, en Mongolia interior, en donde pienso –tan lejos– que a lo mejor consigo olvidarme de las heridas del corazón.
Y es
ahí, cuando las heridas del corazón, que aparece el “bizcocho de albaricoque,
tres harinas y almendras” que sigue a este lamento. Nótese, por lo demás, que
el susodicho bizcocho se ha endulzado con azúcar de abedul, novedad que está
apareciendo en las carísimas tiendas de nuestra aburrida sociedad burguesa
–ecológicas y demás– al precio de 10 euros los 400 gramos.
Tales precios
permiten suponer que no se van a despoblar los bosques de abedules, que en
Madrid son más bien, pocos (solo tres hay en el Retiro, no muchos más en el
Jardín Botánico, hasta una docena en el Botánico de la Complutense….)
Habrá buena cosecha este año de frutas, ya habrán visto que
han venido ricas y baratas las cerezas, las paraguayas, los albaricoques…. Por
eso he elegido albaricoques como fruta base
–se puede utilizar cualquiera, durante el invierno este mismo bizcocho se
hacía con mandarina y chocolate. Sí, durante el invierno también padecía el
desdén de unos ojos almendrados e incurría en bizcocho.
Las tres harinas son la de Avena, Maicena y Trigo
(integral), que van con su mayúscula expresiva para diferenciarlas de las cosas
que no tienen importancia, como rajoy, gabilondo, universidad autónoma de
Madrid, Etc. El Etc. engloba tantos males que no me ha quedado mas remedio que
escribirlo con caja alta. Y dios vendiga a la rae (espero que se entienda qué
es esto con caja baja, lo advierte la uve sacrílega).
Se mide la proporción con un envase de yugur de vainilla de
la Asturiana, que por fin los están trayendo al corte ingles (hay que ver la cantidad de información que suministro,
eh), a 29 céntimos la unidad. Un envase de aceite de oliva (da igual si es
virgen o no, ya se sabe que hay mucho engaño en lo de la virginidad), tres de cada
clase de harina, un par de cucharadas de
café de levadura, la ralladura de un limón y un vaso de azúcar (fructosa, mejor).
Allí se cortan los dos albaricoques y se bate todo, hasta formar una masa que
se mueva, que se deslice, ni salsa ni mazacote. Si queda espesa, media medida
de aceite o un yugur más; si queda clara una medida de cualquiera de las
harinas, menos de la de maicena.
Mientras se bate se
alienta el horno y se medita una vez más sobre la pena del amor fallido,
teniendo cuidado de que no queden pegotes sin mezclar ni rincones sentimentales
a los que acudir.
Se reparte en un molde no muy alto (para que no quede
crudo), se reparten láminas de almendras por encima y se lleva al horno (170
grados ¡no más!) durante 45-50 minutos. Se saca y se deja enfriar. Cada vez que
vuelva la sensación de que somos miseria se corta un gajo y se come haciendo
pucheritos.
En mi caso –dada la extensión de la pena– se acompañó la comida con unos garbanzos con bacalao, de primero, y unos dados de pechuga marinada en salsa de jengibre, cuya receta diré otro día. La ligerísima comida los incluye, junto a media papaya, queso curado de oveja, zumo de naranja, paté de oliva y pan de ajo.
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