Las jácaras de Quevedo, convertidas más tarde en subgénero poético de tema variado, se comienzan a escribir con el siglo, hacia 1600, probablemente; alguna de ellas se detecta hacia 1604, pero se incrementa su popularidad durante la segunda década del seiscientos. Se trata de una modalidad muy peculiar de tiradas versales, que culmina la derivación de los romances y se contagian del sabor de la picaresca. Podemos decir que se integran en una tradición de literatura del mal, cuyos antecedentes inmediatos asomaban ocasionalmente a géneros y autores diversos (Rodrigo de Reinosa, Padilla, la picaresca, teatro popular....)
Hoy me he acercado a ver la exposición del Museo del Prado sobre Las Furias (Alegoría política y desafío artístico), precisamente por la cercanía que siempre pensé que había entre esos dos géneros de artes distintas, las figurativas, fundamentalmente la pictórica, y la literaria, en alguna de las modalidades que cultivó Quevedo. Cercanía que para mí era evidencia en muchos aspectos, por ejemplo en la coincidencia en Nápoles con Ribera o en las inclinaciones pictóricas del escritor madrileño.
Ribera, "Ixión" |
Lo de ir a trabajar al Museo del Prado se está poniendo muy feo, pues en cuanto deje de ser profesor en activo me cobrarán siete euros cada vez que entre y aun ahora tengo alguna dificultad y he de rogar y enseñar carnés, que a veces no funcionan. Haré plegarias a quien ordene estas cosas para que no me –nos, supongo– castiguen al ostracismo y nos penen por mayores a no poder trabajar; eso debe de ser una de las muchas cosas que hacen los políticos cuando no saben lo que hacen. Por el momento he podido entrar para ver tanto la exposición como para mirar a los ojos del San Cristóbal en el retablo del legado Várez Fisa y de contemplar con qué delicadeza la virgen de Siloé (¿o la de la Cartuja de Miraflores?) pasa las hojas de su libro de alabastro.
Tiziano."Ticio" |
Y allí se lee en varias ocasiones aquello de la estética del horror, o que el tenebrismo intenta mostrar el agitado mundo interior, etc. En efecto, es el tema del mal, si lo generalizamos: el mal como germen, inspiración, motivo, etc. de la creación. Bajo el paraguas semántico del mal podemos ir ensartando: la violencia, el dolor, la enfermedad, las guerras.... decenas de posibles epígrafes que uno puede encontrar en el libro de Thomas Dormandy (2006), recién traducido (2010), o en el de Javier Moscoso (Historia cultural del dolor, del 2011), por citar textos de ahora que remiten a los clásicos y a otras críticas.
De Garcilaso a las jácaras de Quevedo es un irse de la pasión y la melancolía amorosa a otras conductas y efectos de la condición humana, es decir, significa aceptar para la literatura –los versos, para ponernos en lo más exquisito– el mismo camino que para la pintura y en la misma época va de Miguel Ángel a Tiziano y culmina en Ribera, con todos los epígonos y ajustes que se quieran.
En las jácaras de Quevedo se acepta la maldad de la condición humana como motivo de desencanto para crear lo grotesco, y se entrega todo ello al regocijo del público, pues fue tema triunfante donde los hubo, hasta llegó a ser adorno de la comedia nueva. ¡Cuántas consideraciones podrían seguirse sobre esa situación! Me apresuro a señalar que las jácaras de Quevedo resultan ser el subgénero peor estudiado del poeta, hasta el punto que se cuentan con los dedos de la mano las escasas referencias críticas que hayan ensayado explicar la razón del género y de su triunfo.
Ribera, "Ticio" |
La razón final estriba en el conjunto de circunstancias que también llevaron al españoleto a pintar sus furias con esos escorzos sangrientos e inauditos y a aceptar lo violento como artístico. Aceptar el mal como motivo de inspiración. La verdad es que no resulta difícil aceptar la aparición del mal en todo tipo de representaciones, pues siempre fue razón de moralistas y propagandista que emplearon esos temas para mover a piedad, repulsión, escándalo, etc. Basta con recordar el papel de las religiones –en el mundo occidental– en derivar de escenas de la pasión de Cristo conclusiones piadosas; y en el propio siglo XVI-XVII cómo aquello se acentuó hasta la exageración, por la tarea de los jesuitas por ejemplo. Nótese, sin embargo, que lo que triunfa en estos casos no es el arte, la habilidad, la técnica, etc. sino la transmisión de contenidos.
Ribera y Quevedo se conocieron, sin duda, en Nápoles –recuérdense los cuadros de la Colegiata de Osuna, sobre los que ya he sospechado alguna vez que se pudo encargar de llevarlos Quevedo en su viaje de vuelta a Madrid. La estética del mal es tan vieja como la condición humana, desde luego, y cuando se retraza su historia se suelen citar autores clásicos de todas las épocas y culturas; pero lo cierto es que hay travesías históricas en las que se detecta ese engrosamiento de los temas del mal. Apresurémonos a señalar, como primera explicación, que no es que se haya acrecentado el mal y que sea ello lo que produce la satisfacción del creador y del espectador; que lo que se ha acrecentado es la capacidad del artista para representar las mil formas del mal (el dolor, la violencia, lo monstruoso, etc.) y convertirla en objeto de admiración. Y que lo que se ha desarrollado es la sensibilidad del espectador artístico para admirar esa capacidad del artista; dicho con simpleza obvia: el lector de las novelas policiacas no es un asesino escondido que se regodea en el crimen, sino un lector culto que sabe distinguir las cualidades del relato. Por algo algo tan simple como eso –que sin embargo recientemente causó un curioso escándalo novelesco en nuestro país– podemos saber que el espectador actual culto ha aprendido a situar la creación artística en su justo lugar.
El comentarista de hoy se sitúa en una posición sumamente confortable, con los datos históricos a vista de pájaro, para construir capas de significados y variedad de perspectivas que enriquecen las obras artísticas que nos han llegado. De ese modo se construye la crítica en torno al Quiijote, se reedifica el camino que lleva a los cuartetos de Bartok o se señalan significados alegóricos en las furias y titanes de Ribera. Son temas que se seguirán pensando; pero hubiera debido insinuarse que las furias del Prado no tienen tan solo una significación política alegórica.
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