Que sea el arte algo que sucede
mientras que nos movemos entre cosas
sin definir aquello que prendido
quedó como en la espina de la rosa:
colocar aquel vaso con cuidado,
cambiar objetos que en la mesa posan,
o dirigir la luz de la ventana
y elegir los zapatos y la ropa;
lo que la pluma traza será el arte,
esa hilera de hormigas caprichosas
que dibujan los versos del soneto
y amagan lo que ocultan y lo rozan.
Ell genio se ha quedado alicaído;
ya no quiere belleza prodigiosa.
El arte pop –vamos a llamarlo de manera simple– tiene desde el comienzo la simpatía de no ser el arte, sino de haberse segregado naturalmente de lo que está y ocurre. Si lo que está y ocurre es el triunfo de la coca cola, los colorines publicitarios, el desmedido afán de vender y comprar, etc. pues eso; que sea eso y no otra cosa lo que ocupe el trono “artístico” es todo una bendición: que por fin se reconozca el estatuto de realidad a lo que antaño era gesto hacia lo sublime y diferente, que la literatura no es sino un modo más de expresión que se quiso engolar y definir como otra cosa. Es un discurso que he expuesto tantas veces....
Andy Warhol, Mao (1972) |
He paseado
con un chaval de doce años por la exposición del Tyssen en Madrid –no hay que temer, fue
una visita muy selectiva, de apenas una hora–, sin intentar inculcarle la idea
de que aquello era arte y que estábamos en un museo. A mi acompañante le
aburrían las consideraciones –en la guía de audio– sobre movimientos
artísticos, tradiciones literarias y sugerencias técnicas, pero le resultaban
atractivos y hasta graciosos muchos de los cuadros, como el del traje bajando
la escalera, los collages, todos los que tenían sabor humorístico, etc. A mí me
ocurría que me gustaba encontrar la dimensión histórica de otros, lo que era
fácilmente reconocible en la galería de hombres públicos –Mao, Kennedy–,
cantantes –los Beatles– e incluso hechos históricos –el cuadro de Genovés.
Roy Lichtenstein, Joven con lágrima III (1977) |
Es
decir: el discurso expresivo como discurso histórico –la única dimensión cierta
de cualquier discurso, por cierto– y la valía o resto que permanece todavía en
algunos casos.
Lo curioso de
este “arte” es que se ha situado y encerrado en un museo, y por ese moderno movimiento de hambruna cultural que provoca las colas de los museos en Madrid,
y en otros lugares, la exposición estaba abarrotada, pero lo mismo que estuvo
masificada la de Cezanne o la de Darío de Regoyos, qué más da: es un producto
cultural –piensa el espectador– refinado y quiero verlo y (eso no se sabrá
nunca) disfrutarlo. Sobre qué huella dejará ese joven llorando –de Roy
Lichtenstein, 1977– en esos espectadores se sabe más bien poco. A mi acompañante adolescente fue uno de los cuadros que más le gustó, le recordaba una canción de los
Beatles.
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