Hece unas semanas me llegó un "protocolo" para la solicitud del profesor emérito de la universidad –la triste universidad– en la que profeso, desde hace más de treinta años, la Autónoma de Madrid. Allí se decía literalmente que el interfecto, un modo de llamarme y de llamar a los que se retiran de su actividad docente, ha de solicitar que se le nombre "emérito", y que entonces el Departamento, en reunión habitual, decide si lo va a ser o no, votación mediante, siempre que alcance los dos tercios de los presentes, o algo así. Con lo cual la posible valía docente e investigadora del interfecto queda supeditada al voto secreto de unos cuantos individuos del departamento, en donde por cierto nunca suelen aparecer los alumnos –que pertenecen por derecho, proporcionalmente a ese colectivo, y que algo tendrían que decir.
Fácil es colegir que el posible "mérito" no se valora objetivamente por comisión, expertos, etc. ajenos a las rencillas e intereses de un conjunto cerrado, que suele, amparado en el voto secreto y sin mayores explicaciones, jugar cobardemente su baza personal en este envite, para lo que no necesita mayor justificación que su propia ignominia, sin rendir cuentas a nadie.
Los tres últimos catedráticos que han pasado por esa situación han sido, naturalmente, rechazados, a pesar de que cada uno de ellos de por sí sobrepasaba en docencia, conocimiento, etc. a prácticamente el conjunto de los votantes de su campo, de muchos de los cuales había sido maestro.
Fácil es colegir que el posible "mérito" no se valora objetivamente por comisión, expertos, etc. ajenos a las rencillas e intereses de un conjunto cerrado, que suele, amparado en el voto secreto y sin mayores explicaciones, jugar cobardemente su baza personal en este envite, para lo que no necesita mayor justificación que su propia ignominia, sin rendir cuentas a nadie.
Los tres últimos catedráticos que han pasado por esa situación han sido, naturalmente, rechazados, a pesar de que cada uno de ellos de por sí sobrepasaba en docencia, conocimiento, etc. a prácticamente el conjunto de los votantes de su campo, de muchos de los cuales había sido maestro.
Yo me reí cuando me enseñaron el protocolo, al que desde luego no me he sometido. Sería el cuarto catedrático sin méritos, que en todo caso son honoríficos, sin emolumentos ni otros derechos. Al parecer alguno hubo que lo consiguió por asentimiento en vez de con votación, que es un modo harto curioso de proponer y concluir cuando lo que interesa es lo contrario. En todo caso, lo vergonzoso de la cuestión no es eso, sino la degradación que supone para la universidad el entregar semejante valoración a los intereses de los grupitos quienes, sin ningún tipo de explicación, dan o niegan según el criterio –el más objetivo de todos– de "porque me da la gana".
Como en el caso de los políticos, la degradación alcanza a quien la consiente, la mantiene o la deja pasar, es decir: a juntas de facultad, decanos, juntas de gobierno, vicerrectores, rector y, me temo, a los propios integrantes de ese departamento; gentes que se cansan de firmar constantemente proclamas inútiles, pero que son incapaces de corregir la degradación que tienen delante de las narices y les chorrea.
Como en el caso de los políticos, la degradación alcanza a quien la consiente, la mantiene o la deja pasar, es decir: a juntas de facultad, decanos, juntas de gobierno, vicerrectores, rector y, me temo, a los propios integrantes de ese departamento; gentes que se cansan de firmar constantemente proclamas inútiles, pero que son incapaces de corregir la degradación que tienen delante de las narices y les chorrea.
¿Hará falta añadir que tales votaciones se realizan en cinco minutos sin considerar ni tener en cuenta nunca el curriculum del profesor afectado, las famosas encuestas anuales de su docencia, sus actividades docentes, etc.? Votación he conocido en la que los cuarenta años de docencia se despacharon en medio minuto, sin abrir el curriculum del afectado; y protesté entonces en la Junta de Facultad, que hizo como que no oía, porque esas cuadrillas, a su vez, son "soberanas", que significa lo mismo que en la décima atribuida a Góngora en la muerte de Villamediana.
En último término, el profesor emérito es un cargo honorífico, pero ¿para quién es el honor? Un deshonor parece seguir perteneciendo a un colectivo mediocre, corrupto y degradado. ¿No hubiera sido para ellos el honor de haber podido contar con aquellos profesores que decidieron marcharse o a los que se votó que no?
Será, probablemente, la última vez que escriba sobre la mediocridad y la corrupción de la universidad; lo he venido haciendo durante los últimos diez años, inútilmente, porque se trata de uno de esos predios adocenados en donde gobierna el peor de los caciquismos: el de los mediocres.
La próxima entrada será para hablar de un honoris causa al que acabo de asistir. Conviene separar ambas entradas, para no confundirlas. Las ilustraciones –escenas de algunas de mis clases o actividades con mis alumnos de la UAM– sirven de frontera.
Los alumnos de creación literaria actúan |
De la uni en la calle (curso 2012-2013) |
Ensayo de teatro en el campus |
Siendo así, el honor es que no te hagan emérito, Pablo.
ResponderEliminarQué pena que la mediocridad también se aliente en la universidad!
Bicos.