I
Cuando la depresión mañana venga
será mejor tener a mano aquellas
pastillas que tomé cuando me dejó
la dulce dama que me prometía
no abandonarme “nunca nunca nunca”
–lo repetía siempre tres veces–,
a la que sorprendí un buen día en
brazos
de un conocido amigo y convecino
a quien también había prometido
amor eterno y verdadero, creo,
según se fue aclarando la cuestión
mientras que yo me daba a las
pastillas.
Mano de santo las pastillas son;
mientras duran te dejan como tonto.
II
Lo malo de la depre es eso: deja
con pocas ganas de pensar en nada,
con la capacidad cognoscitiva
bajo mínimos, incapaz entonces
de admirar el transcurso de las cosas
ni de tener conciencia de la depre,
ni de acudir, como acostumbro, a viejas
socorridas argucias del magín:
lo que el amor me hizo cuando vino
a recorrer las viejas galerías
machadianas, lugar iluminado
donde uno se recoge dulcemente.
El descenso a las píldoras concede,
quizá, que somos, demasiado humanos.
III
No estamos preparados para ser,
al menos tal y como somos ahora,
con esas mezclas que dolor y risa
provocan a pasión, melancolía...
y que podrían hasta crear belleza,
pero también administrar la pena;
imprevisibles, tan inconsecuentes
que se desborda la naturaleza
por la absurda presencia de los hombres,
y nos lleva con ella y nos envuelve.
Lo cierto es que tampoco sabemos
qué podemos hacer si no es ser
en donde y como somos, sin descanso.
Por eso las pastillas de la depre.
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