El final de la calle Florida se abre a la plaza de San Martín, que he atravesado varias veces, quizá por la sensación de paz que del arbolado viene. Y hoy la he atravesado, al anochecer, regodeándome en la cantidad de ingenio artístico que había podido ver por las calles de Buenos Aires; y la amabilidad con que iba a terminar un largo día, que comenzó por el Botánico –una verdadera sorpresa– y siguió con un largo itinerario de lugares, gentes y experiencias: el cambio de moneda para los autobuses, sin poderlas conseguir (al final compré chicles por cantidad de seis pesos y pagué con diez: necesitaba tres monedas); el subte –el metro–, los conciertos callejeros, la calle Defensa y la aglomeración de San Telmo un domingo por la mañana, el mercadillo de reciclados, más librerías, la vieja universidad.... Todo eso iba pensando cuando cruzaba la plaza y uno de esos árboles tropicales llovió sobre mí una molesta mancha blanca que me humedeció la cabeza y, probablemente, la cazadora; miré hacia arriba y me limpié, al tiempo que una pareja que venía detrás hacía lo mismo. Vaya por dios. La mujer de la pareja, de mediana edad, pequeña, morena, amable, probablemente mestiza, sacó una servilleta y una botella de agua para que se limpiara el hombre, también de las mismas características, y luego me ofreció otra a mí. Durante un rato nos limpiamos y nos apresuramos a salir de bajo los árboles; incluso, con exquisita amabilidad, el varón me avisó que me había manchado por detrás, y me frotó con la servilleta y el agua amablemente, mientras yo hacia lo propio con una de las manchas que él llevaba, me quitaba la mochila cuidadosamente, y les agradecía. ¿Dejará mancha?, pregunté: ellos como nativos tendrían que saberlo. La mujer, con apariencia de bondadosa, me comentó: "Con agua y jabón todo sale".
Nos separamos. En un banco me paré a reponer mis bártulos y ver el tamaño del desastre del árbol tropical, justo castigo a mi larga estancia en el Botánico hoy por la mañana. En otro banco, una pareja se agazapa abrazada y quieta. Arriba, un cartel prevenía: "Parque vigilado por cámaras para evitar la delincuencia". Luego, me fui, paseando, por la calle Libertadores y paré brevemente en un comercio chino para comprar alguna bebida. Pagué con billetes del bolsillo derecho y me extrañó no encontrar el resto del dinero –que no había podido cambiar, al ser domingo– ni la tarjeta de crédito con el d.n.i. en el izquierdo.
Y me di cuenta. Me habían robado. La representación –de verdad– fue perfecta: es un modo de corroborar el ingenio de los argentinos, que naturalmente se manifiesta en todos los campos. Volví rápidamente a mi apartamento para dar de baja a la tarjeta, mientras repasaba morbosamente los detalles de la escena: el habla melosa de la mujer, que tenía ojos oscuros como el azabache y pelo negro, suelto; los del caballero que se deshacía en amabilidad, su acento lleno de gracia; la solicitud con que se ocuparon de todas mis cosas. Y la cantidad de veces que me habían contado cosas semejantes, que yo siempre pensaba, "¡Qué torpeza no darse cuenta! A mí no me pasaría".
La locutora encargada de anular la tarjeta, sin embargo, fue lenta, ineficaz, torpe: me anuló todas las tarjetas, incluso las que no me habían robado; me tomó los datos tres o cuatro, siempre mal, y me advirtió que iba a tener que pagar por todo (mensajes, teléfonos, avisos, etc.) Casi que prefiero la representación de mis cacos de San Martín, aunque me haya costado trescientos euros.
Además, las manchas se han ido con agua.
Plaza de San Martín |
Ajjjjjjj qué rabia, Pablo!!
ResponderEliminarSi algún día voy por ahí tendré cuidado con ese acento tan dulce,y es que me encanta!
Bicos y cuidateee!