Cuando se viaja al norte de España por asueto, no solo por trabajo, siempre se teme o se piensa en el tiempo revuelto, particularmente en las lluvias. Acostumbrados como estamos a ver mapas del tiempo, pronósticos, etc. ya nos hemos habituado a algo tan sencillo como es que, al dar la vuelta la pelota en la que estamos, los juegos atmosféricos suelen colocar el camino de las tormentas llegando por las rías altas de Galicia y recorriendo la cornisa cantábrica –Asturias, Cantabria, País Vasco– con derivaciones más o menos irregulares. Gracias a ese recorrido, acuñado desde sabe dios cuántos milenios, el Norte de España contrasta con el resto –el sur, pero un sur extensísimo– y hay que saber tomar le la medida: normalmente los 40º del valle del Guadalquivir y los 38 de Madrid –se podrían poner otros ejemplos– son los 25 de La Coruña y los 23 de Santander.
No se debe ir al Norte a disfrutar de lo que no tiene: días de sol seco, abrasador; noches intensas y cálidas; arena que quema los pies y agua cálida que permite baños continuos y permanencia de horas en el mar. El Norte te da prados y verde, pero a cambio de lluvia y temperaturas suaves. Sus playas son más de atardecer –sobre todo las de Galicia– que de mañana; sus olores son más de heno que de tomillo, jara y espliego.... y así sucesivamente. Y luego, hay quien gusta de ver ese paisaje de chirimiris y orvallos –o calabobos– que es otro modo de hacerse con el paisaje.
Cada elemento del paisaje peninsular –luego y si no lo ha destrozado el turismo salvaje, es decir, el capitalismo salvaje– es correlato de aquella situación, como en esta procesión de casas del Norte, que terminan con su mar.
No se debe ir al Norte a disfrutar de lo que no tiene: días de sol seco, abrasador; noches intensas y cálidas; arena que quema los pies y agua cálida que permite baños continuos y permanencia de horas en el mar. El Norte te da prados y verde, pero a cambio de lluvia y temperaturas suaves. Sus playas son más de atardecer –sobre todo las de Galicia– que de mañana; sus olores son más de heno que de tomillo, jara y espliego.... y así sucesivamente. Y luego, hay quien gusta de ver ese paisaje de chirimiris y orvallos –o calabobos– que es otro modo de hacerse con el paisaje.
Cada elemento del paisaje peninsular –luego y si no lo ha destrozado el turismo salvaje, es decir, el capitalismo salvaje– es correlato de aquella situación, como en esta procesión de casas del Norte, que terminan con su mar.
Me gusta la última casona que has puesto. Siempre me pregunté el por qué nos gustan tanto las palmeras. Aquí es un árbol ornamental, yo de que sepa no se les saca provecho alguno, por eso suelen ocupar casas pudientes. A mí me recuerdan a las casas de indianos.
ResponderEliminarBicos y feliz estancia, Pablo.
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ResponderEliminarNo sé por qué, definitivamente debo ser un bicho raro, a casi todo el mundo le gusta asarse en su propio sudor. ¡Con lo preciosísimo que puede ser un día gris! Debería ser decreto ley al menos un día gris a la semana.
ResponderEliminar¡Qué poder para alegrarnos que tiene esa casa llena de flores rojas!
ResponderEliminar¿Qué eran? ¿Malvones?
En verdad añoro cualquier parte de España, norte o sur, húmeda o seca... tus fotos la hacen un poco más cercana.
¡Muchas gracias a todos!
ResponderEliminarLas fotos corresponden a Comillas (Santander).