He aquí una de las más enredosas y trabadas comedias de Tirso de Molina; me alegré al ver que la programaba una pequeña compañía, durante un mes, en el teatro Fernán Gómez de Madrid. La obra es difícil de encontrar aun para lectura, de hecho tengo encomendada una edición para Clasicoshispanicos a Elena Garcés (Málaga) y alguna vez me he ocupado de ella en trabajos de crítica filológica o erudita.
La obra se ha adaptado –por J.M. Ruano de la Haza, dice el programa–, acortándola sustancialmente, sobre todo los preliminares de la intriga, y acoplándola a su representación a un escenario reducido, casi íntimo, en una de las salas pequeñas de aquel centro, rodeado el espacio escénico de público.... si el público no se hubiera limitado a completar solo una de las tribunas. Poco público, muy poco, en verdad para lo que se merece Tirso y, en cierto modo también, el esfuerzo de la compañía Maya, que ha logrado mantener argumento, intriga, comicidad, a pesar de la fragmentación radical de los aspectos originarios, de los que solo, prácticamente, se ha conservado parte del vestuario. Se trataba de adaptar un clásico, y eso es lo que han hecho con los mimbres que tenían. Curiosamente, quizá no se hayan percatado, en esta adaptación vuelven a aparecer algunos de los elementos del viejo corral de comedias, para donde sin duda Tirso imaginó La mujer por fuerza: un público cercano, que casi toca a los actores, a unos metros; la desnudez del tablado con sus tres puertas abajo, que son las primeras sillas y la oscuridad en este caso; algún juego musical al abrir o cerrar la obra; etc.
La mayoría de las novedades conciernen a los juegos gestuales –a veces corales– a la sordina de un guitarrista (¿Tony Madigan?) en una esquina que añade un contrapunto que guía al espectador y a la centralidad de los momentos más dramáticos, con un verso bastante bien declamado, que no pierde ni su calidad de verso ni su significado. Muchos monólogos y partes se representan gestualmente, casi histriónicamente, quizá para que el espectador lea bien la obra y no se le escapen detalles del argumento.
El aprovechamiento de la magia teatral se acusa de modo particular en la atrevida solución dada a algunas situaciones en las que dos personajes –que están en la misma escena– son representados por un mismo actor (Alex Tormo, que hace de Alberto y de Marqués, cumplidamente, el público acaba por aceptarlo), además del doble papel de Iria Márquez y la propia protagonista, claro.
No se han sobreacentuado las escenas más o menos escabrosas que derivan de la conocida ambigüedad de Tirso al tratar papeles femeninos encarnados por damas disfrazadas –de las que se enamoran otras damas, por ejemplo–; pero sí que se han mostrado, aunque la condición varonil de Alicia Rodríguez (Finea) no se preste demasiado a esa ambigüedad, al presunto atractivo sexual que para los espectadores de la época tenían estas representaciones.
Tirso es capaz de organizar intrigas como esta, de una riqueza y una complejidad casi cinematográfica; también es uno de nuestros clásicos más olvidados. Y las nuevas ediciones –ya lo veremos– no ayudan mucho.
Bienvenida sea La mujer por fuerza.
Pues habrá que darse prisa e ir a verla, por su crítica parece que merece la pena. No me extraña el poco público: las entradas son ya muy caras en asuntos teatrales, exige un gran esfuerzo montar las obras y pagar a todos decentemente y, la lástima, es que uno paga y la mayoría del público con los mejores asientos han ido gratis. ¡Uf, qué país!
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