Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

Amigos, colegas, lectores con los que comparto el cuaderno

viernes, 22 de marzo de 2013

Novelas: Kristal me lleva a Vargas Llosa, Becerra me aleja de Piglia

Resulta difícil y complicado moverse en el universo de la novela actual, sobre todo –que es a lo que me voy a referir ahora– de la escrita en lengua española. Las obras no se han decantado a su paso por la lectura de generaciones y aparecen y desaparecen vertiginosamente, como las canciones del verano, a veces impulsadas por campañas editoriales –o de otro tipo–, a veces promocionadas por movimientos compulsivos de lectores ávidos de buenas lecturas, por modas que provoca el cine, el teatro o cualquier otra circunstancia. Yo mismo, en pocas ocasiones, es cierto, he dado la imagen de algún relato actual en este blog y me he sorprendido de reacciones o comentarios que no esperaba.
En alguna de mis últimas clases hube de sacar a relucir el tema, porque pensaba que uno de los mejores modos de alcanzar cierta pericia y gracia en la expresión, sobre todo en la escrita, podría lograrse con buenas lecturas de textos en prosa (novela, ensayo, periodismo, etc.) que yo aconsejaba realizar despacio paladeando buenos escritores, deteniéndose incluso de vez en cuando en alguna página para asomarse a los talleres donde se cocinó el léxico, se amañó la sintaxis, se trabajo en niveles semánticos, etc. A la hora de recomendar modelos para esa gimnasia, me salía la prosa de clásicos modernos, que es lo que recomendé, encareciendo muy mucho que la recomendación no entrañaba el encomio narrativo: Gabriel Miró y Azorín pudieron ser dos excelentes escritores –cuyo modo de escribir es histórico, no actual–, pero resultan un desvío como novelistas, como narradores. De ese tenor, recomendaba, de Miguel Delibes hacia acá, las novelas no regionalistas del propio Delibes, los ensayos de Francisco Ayala –señoriales y rigurosos al mismo tiempo– o la exhibición de novelistas actuales como Luis Landero. Cuando me preguntaban sobre otro nombre, me daba cuenta de que el valor de los otros nombres no radicaba –o no radicaba solo y esencialmente– en la exhibición del estilo sino en otros aspectos: Rafel Chirbes en Crematorio (acaba de publicar En la orilla, con ella ando); los últimos cinco relatos de Luis Mateo Díez, Mendoza, etc. hasta llegar a otros novelistas en los que el estilo verbal –que no el novelesco– es meramente funcional, como en Belén Gopegui, totalmente volcada en lograr otras funciones de la novela, sin que eso signifique desdén hacia su estilo "verbal". El paso siguiente sería el de los novelistas que sobreponen los modos narrativos a la verbosidad del estilo, como es el caso extremo de Javier Marías, que acepta juicios para todos los gustos.
Hice referencia en ese manejo de nombres y consejos a otros muchos nombres, desde luego, entre ellos el de Millás, para señalar su capacidad para la ironía y el relato corto, pero me encontré con un alumno que me contradijo y alabó su última novela. La dispersión del juicio me sirvió para señalar que la dirección de la novela no va siempre de la obra al lector, sino que se produce muchas veces en sentido contrario: es el lector el que busca o rechaza determinadas maneras narrativas, cierto; yo suelo rechazar la novela fantástica, por ejemplo. No todo el mundo disfrutará con las dos últimas novelas de Vila-Matas, atractivas por dejar en libertad una inteligencia desatada que mueve el estilo con facilidad y riqueza; precisamente frente a Luis Landero –quizá el mejor ejemplo actual para enriquecer el estilo– que parece haberse enredado en esa construcción manierista en detrimento de otros elementos de la narración, que resultan excesivamente difuminados. Quizá nadie le ha señalado exactamente el excesivo juego de bimembraciones que a veces soportan sus páginas.
Por ahí se nos cuela otro elemento que mejor se aprecia desde la narratividad (tema, tiempo, espacio, personajes, motivos, perspectiva....) que desde el estilo. Vila-Matas juega en las fronteras de esa narratividad, Landero lo hace con el acendramiento del estilo.



Así pues, y para seguir con paradigmas, si frente al equilibrio tipo Francisco Ayala nos dirigimos hacia arriba y no hacia abajo, nos encontramos con el amaneramiento de Landero y, aún más arriba, con escritores de un refinamiento peculiar que no son, en principio, aconsejables para dominar el estilo, estela que arranca en Ortega y Gasset –casi barroco– y que alcanza a los sortilegios intelectuales de Sánchez Ferlosio, con páginas impagables, de una precisión extrema, al lado de otras en las que el encadenamiento de ideas se asienta sobre una catedral sintáctica, que nos recuerda Los nombres de Cristo, de fray Luis de León. No parece que fueran modelos apropiados para quienes quieren alcanzar velocidad de crucero en su expresion escrita, aunque sin duda de su lectura resultarían otras muchas lecciones.

Habida cuenta del avispero de novelistas actuales y de los juicios interesados de editores, círculos literarios, etc. lo mejor suele ser el consejo de un buen lector –que puede ser el amigo, el colega o el crítico–, que además da la temperatura del libro. Un buen compañero, competente, lector asiduo, es el mejor consejero; algo más lejos, también lo es un buen crítico al que no se le hayan detectado demasiadas manías ni esté obsesionado por criterios extraños –el ideológico, por ejemplo, que ha servido para condenar algunas novelas de Belén Gopegui. Ignacio Echevarría o Ricardo Senabre resultan, entre otros, críticos de buen aconsejar. También funciona el criterio contrario, incluso a niveles mucho más profundos: si Efraín Kristal nos lleva a Vargas Llosa, y del último libro de Juan Carlos Rodríguez (Formas de leer a Borges (o las trampas de la lectura), Universidad de Almería, 2012] se nos antoja volver a leer a Borges, Eduardo Becerra resulta tan mocho que envenena y nos aparta de Ricardo Piglia. Y es que un mal consejo de un buen amigo puede hacer tanto daño como un crítico malo, que solo puede sortear un lector experimentado, pero no siempre el que empieza.
La aparición de Piglia y de Vargas Llosa nos advierte –desde luego– de la amplitud geográfica de la narración en lengua española, es decir, de los muchos y constantes modelos que provienen de lejos y nos hablan –con matices casi siempre salvables– en lengua común. La formidable extensión de ese campo es un motivo de gozo (¡lo que hay que leer!) que merecerá otros comentarios en otros territorios.
El actual era solamente para aconsejar lecturas a quien está preocupado por mejorar su modo de escribir. Seguiremos.

2 comentarios:

  1. Interesantísima entrada, Pablo. No leo mucha novela en general, pero la que leo últimamente es casi siempre novela escrita en lengua española. El motivo no es aprender a escribir, pero siempre he sospechado que los escritores que más me gustan es porque en cierto modo envidio su forma de escribir (aparte lo que me cuenten). Estoy ahora con la última de Landero, y más que el estilo me asombra su capacidad para emplear las palabras, sin miedo, hoy día que el vocabulario está amenazado me parece fantástico. Mi debilidad es Javier Marías, su forma de construir los textos... en fin, alguno de los que nombras no los he leído. Lo haré, gracias por la lección.

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    1. Me suele resultar muy interesante el juicio positivo sobre Javier Marías, que se da también, de modo muy irregular, entre alumnos avezados, entre gente que ya ha leído.
      Gracias por el comentario, Mercedes.

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