Se avecinan las fiestas de primavera; las primeras, como es lógico, las de Levante: la vida que emerge necesita purgar todo lo viejo y purificarse; se dice que todas estas fiestas son un resultado más o menos simbólico y tradicional de ese proceso de purificación, que en el caso de Valencia quema todo para salir de nuevo. Lo que pasa es que se ha creado con mimo, atención y dinero para que se consuma rápidamente, no es que se destruya lo viejo, sino que se quema lo recién terminado y brevemente expuesto.
Eso sí, las fiestas tienen ese indudable valor social de toda fiesta que se precie: reúnen a la gente y la invitan a experimentar, celebrar, etc. en convivencia. Las razones de la convivencia no son en las fiestas especialmente llamativas: cantar, comer, pasear.... Cuanto más cerca estén de ser pura convivencia más valiosas son estas celebraciones; cuanto más se alejen de esa comunión social –beber, discotecas, comilonas, playas, etc.– menos valor social tienen y más se alejan de su función primera: la de la convivencia, quizá de la cohesión de un pueblo.
Las fallas mantienen vivos muchos elementos de cohesión, aunque muy contaminados, como no podía ser de otra manera: las reuniones, la música, las celebraciones en torno a un acto mínimo, el "disfraz" que significa vestirse de otra manera (y estar preparando ese atuendo durante todo el año), un vago sabor religioso (la ofrenda), el ingrediente natural (flores), la ostentación de hábitos ancestrales (la hoguera y el fuego). etc. Todo eso es ejemplar y sirve para que el visitante o el extranjero aprecie –o al menos, que lo intente– las fiestas, que bien se ve que constituyen todo un proceso de aprendizaje que los valencianos inculcan a los niños y adolescentes. En las largas procesiones de esos días, por ejemplo, es notable la contribución a la fiesta de grupos, personas mayores, y familias con niños; no hay, sin embargo y en proporción, tanto joven, quizá porque están en otras guerras, también muy dignas, o se sitúan un poco al margen, lo que no quiere decir que lo hagan en contra.
Alguien comentó, al volver de la plaza del Ayuntamiento, donde se quemó la más grande de las fallas y se exhibió el último castillo de fuegos artificiales, que las brasas y hogueras que quedaban, en el itinerario de vuelta, producían una cierta tristeza. Vamos a dejarlo en melancolía.
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