Se le puede leer de muchas maneras, incluso la biblioteca Castro ha publicado dos volúmenes con sus obras, a cargo de Andrés Soria; y hay bastantes facsímiles, auténticos y desvirtuados; y ya en la época, al menos sus contemporáneos andaluces, lo habían leído. No tiene la jugosidad y el fluido sintáctico e imaginativo de los grandes clásicos, desde luego, pero gana, quizá por eso mismo, la sensación de objetividad, lo que conviene bien a sus relatos históricos. Hubo de aprender a modular su lengua paterna –era un indiano, claro– la traducción que divulgó de León Hebreo. Y lamento disentir de quienes juzgan –incluyendo el catálogo, que no puedo comprar, por menoscabo mercantil y lejanía con los hacedores de la expo– que es una prosa de belleza y calidad; es digna.
Como se celebra el centenario de su muerte (1539-1616), en Córdoba, se ha organizado una exposición, que en esa especie de ventolera –con frecuencia frívola– que le ha dado a la BNE, está coincidiendo con Gil de Biedma, Zamora Vicente, el Retablo de Maese Pedro, Rubens y Van Dyck (que se acaban de ir)... y alguna cosa más. La veleta que dirige la BNE ha debido perder el norte.
La exposición ponderada y justamente presentada por los tres comisarios, consiste esencialmente en lo que el título dice La biblioteca del Inca Garcilaso de la Vega, y se fundamenta en el testamento que conserva el archivo de protocolos de Córdoba, que se ha traído enterito (es el tocho de una de las fotos). Como era usual, en el inventario de bienes del difunto se hace lista de los libros que poseía, lo que permite atisbar con bastante exactitud su biblioteca, es decir, las lecturas de un caballero intelectual de la época.
Y así es, el paseo nos lleva deliciosamente por lo que era más conocido: no hay sorpresas, casi todo lo que está era libro que circulaba y, por cierto, casi todo procede de la propia BNE. Algunos objetos curiosos, muy pocos, como la piedra beozar, que tantas veces asoma en nuestros clásicos; o el chaleco camiseta de los incas, un arcabuz, alguna vasija (traídas del Museo de América), y poca cosa más.
Hay cierta manía en las exposiciones que lleva a atenuar la luz hasta extremos molestos, se suele decir que porque daña a los objetos, incluyendo libros; se deshoja uno queriendo leer algunos títulos o intentando discernir fechas y datos. Esperemos que los técnicos lo arreglen con luces no dañinas.
La exposición tiene su qué intelectualoide, no atraerá a espectadores poco curiosos, a retahílas de colegiales ni a buscadores de exclamaciones; pero cumple su objetivo de sacar a la luz, reunir y exponer una hermosa biblioteca de época, que bien me hubiera gustado poseer, sobre todo esos dos atlas que la culminan, el Ortelius y el Mercator.
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