Tenemos suerte con Montaigne, con sus ensayos, que han sido primorosamente traducidos –el término se queda corto– por Javier Yagüe, en una edición reciente que, sobre la esencial, tiene muchas más virtudes: la del texto bilingüe, y no de cualquier texto, sino el de Andre Tournon; la anotación; la de la pulcra edición que alcanza las 2400 páginas.
Lo mejor siempre habrá de ser el texto de Montaigne, desde luego, que se puede leer para bien o para mal, o como uno de los pilares ideológicos de lo que luego será la burguesía europea, o como un hito histórico que se alcanza y se serena cuando termina el siglo XVI y que se extiende parsimoniosamente por toda la modernidad posterior, incluso desde Quevedo, para quien era, como se sabe, "el señor de la Montaña". Y que también se puede leer de mil maneras –eso es precisamente otro privilegio de los "ensayos"–, sobre todo fragmentadamente, como motor, soporte y acicate del propio pensamiento, para que dialogue con el pasado.
No cabe Montaige y todo lo que significa en esta nota breve, pero sí cabe encarecer que la versión de Javier Yagüe ha logrado la fluidez de un español correcto, elegante y con una pátina clásica que no se llena de arcaísmos ni torceduras innecesarias, ha bastado con ser generoso y preciso con el vocabulario, por una parte, y con ampliar la frase y sus enlaces cuando es necesario. El resultado es deslumbrante y el lector –quizá por carencia propia– solo muy de vez en cuando capta algún matiz extraño.
Obviamente, no dejaré la nota en solo ese apunte estilístico. Montaigne es un universo humano, que irradia hacia todos los lugares. Me valdré de un solo ejemplo, que ofrezco en su doble versión, original y en español, apenas un sorbito, que se puede rematar con alguna otra pifia, la del final, en apoyo de algunas entradas de este blog. Por ahora, pág. 1652-3, libro III, cap. V:
II
–¿Y qué quieres que te haga?– me dice.
Quiero sentir tus manos en mi sexo,
ver como poco a poco me desnudas
como se llenan conmigo tus dedos;
que tus ojos no dejen de mirarme
rasgados y brillantes y sonriendo
mientras van al rincón de las caricias
al lugar donde piensas que yo pienso
que vuelvas nuevamente y otra vez
y no pares si parece que me quejo
que seas implacable y dulce entonces
con mi piel con tus manos con mi cuerpo.
–No te preocupes, ya he empezado. Mira.
No vayas a poner eso en los versos.
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