Parece
que la disputa final se ceñía a las tres, dos de ellas ubicadas en la plaza y
otra, “de los combatientes”, en el arranque de la calle de San Giovani, de modo
que no había más remedio que comprobarlo experimentalmente pidiendo en cada una
de ellas un par de conos y cada cono con tres sabores, por ejemplo, lo cual
daba regularmente una muestra de nueve sabores sobre los quince o veinte que se
ofrecían; científicamente el resultado podría ser satisfactorio, según el
muestreo y otros detalles que eran fáciles de resolver.
El problema estribaba
en otro quid: la médica de mi seguridad social hace tres o cuatro años que me
había aconsejado “formalmente la ingesta de glucosa”, fórmula tremenda detrás
de la cual se esconde una prohibición de no tomar azúcar y que no hubiera
debido de producirse jamás, pero que tiene lugar en el ámbito de las sociedades
prohibitivas que modulan su existencia por criterios, finalmente, mercantiles;
en este caso porque las instituciones sociales y médicas norteamericanas habían
bajado el índice de “prohíbase el azúcar” de 1,25 a ,1,15, lo que evitaría
muchos descensos de la salud en edad tardía, con su repercusión en las
medicinas, la ocupación de los médicos y de los hospitales, es decir: hay que
rebajar el gasto sanitario. Y todo el mundo culto había seguido esas
“recomendaciones”, hasta mi médica de cabecera, en aquel momento supremo en el
que decidió con un solo golpe de receta que las natillas salieran de mi vida, y
lo hizo en los treinta segundos de los tres o cuatro que ocupan regularmente mi
consulta; mi médica es una de mis heroínas modernas, pues despacha una media de
treinta o cuarenta enfermos en un par de horas de consulta, ¡y lleva
historiales clínicos!
Eso sí, tomó la trágica determinación tras comprobar que
mi analítica daba empecinadamente 1,15 de glucosa.
La
gente no debería hablar de estas cosas, que pertenecen al juego de cuestiones
individuales, es decir, de las que un buen burgués no expone sin más a sus
contertulios (enfermedades, cuestiones sentimentales subidas de tono, dineros
que se tiene o se deja de tener….); sin embargo, deleite es de corrillos de
jubilados el socorrido tema de las pastillas, los regímenes alimentarios y lo
mal que le va a país con esta juventud desordenada.
Prohibir
es fácil: lo malo es cumplir, y eso que yo vivo en una tribu de amplio espectro
–la cristiana, en su especificación católica– que usa un catálogo amplísimo de
prohibiciones en las que me educaron desde niño; la humanidad se ha fustigado y
aun más que lo hará catalogando e imponiendo prohibiciones que merman nuestra
felicidad de modo tan caprichoso como inútil. Sabido es que por oscuras razones
de tribu llevadas a decálogo yo no puedo hacer miles de cosas, normalmente
calificadas como perversiones, sin sufrir el anatema de quienes me rodean: de
modo que camino por la calle haciendo como que no me fijo en el delicioso
movimiento de los glúteos de aquella dama que hoy decidió ceñir la falda; o me
parece normal cómo le exigen que se cubra los hombros con un velo blanco aquella morena
imponente al entrar en la catedral de Siena (para que no se los vea, ¿quién?); o me parece normal que beban sin alcohol los magrebíes que hacen piña para
almorzar; o me resulta hasta natural que se mueven con gestos inventados los que
dicen que rezan en la sinagoga…. Y así sin parar: unos comen carne y otros no,
unos comen unos animales y otros no; unos se tapan y otros se destapan; vacas,
cerdos y terneras se reparten el hambre y el respeto; para unos es alimento el
de las drogas y para otros negocio y para otros prisión. Y si de principios
generales descendemos a detalles, la humanidad se llena de rincones perversos y
contradichos, que ponen en evidencia los antropólogos y que suelen tener como
principio creencias, es decir, elementos pasionales y no racionales cuyo
secreto conservan, explican y modelan los magos de la tribu. En mi tribu, la
católica, hay millones de magos y hubieran querido que los demás fuéramos todos monaguillos. Es muy, pero que muy difícil salirse de la tribu porque, si lo
haces, aunque sea sin darse cuenta, te dejan fuera de lo que es naturaleza:
comer, fornicar, dormir, aprender, dormir, bañarte, ser útil (trabajar),….
acciones todas que tienen su ingrediente tribal pegado tradicionalmente o que
se integran espontáneamente en ese montaje.
Hace
tiempo que me dedico a cultivar mis perversiones cada vez con más cariño y raro
es que si miro a una dama y algo me encandila no cultive mi imaginación
desnudándola o besándola y componiendo deliciosos desórdenes de mi apetito
sobre su cuerpo y su alma; y raro es que no envidie a los humanos que consiguen
liberarse de los aspectos más turbios e irracionales de su tribu y viven
plenamente sus perversiones intelectuales, espirituales, convencionales,
corporales, tribales…. Sigue funcionando la vieja norma de “no hacer nada
contra, ni constreñir, la libertad ajena”, que, por cierto, no es la misma que
“no hacer nada que arremeta contra los hábitos de la tribu”, quicio en el que
uno ha de moverse con cierto desparpajo y cierta habilidad.
La
argumentación se me va lejos, y todo porque iba a justificar por qué ayer por
la noche decidí probar sabores de helados en San Gemignano, en la Toscana
italiana, por donde deambulo, ya que en ese lugar, detenido exactamente al
mismo tiempo que el Arcipreste de Hita escribía el Libro de Buen Amor (esto es: a mediados del siglo XIV, por culpa de
la peste) se dice que están las mejores heladerías del mundo, y de hecho, hay
tres que así se anuncian –en todos los idiomas, incluido el chino y el japonés,
citando una extraña federación de artesanos de helados. Como resulta que, por
ahora, la mejor heladería del mundo, para mí, es la de “Siena” de la calle
Narváez (en Madrid), como resulta que venía de Siena, como resulta que estaba
entre mis prohibiciones y es una perversión que cultivo, como resulta que ayer
la Toscana alcanzó los 38 grados a la sombra y la intensa noche de julio
rondaba los 32, y como resulta que por aquellas callejuelas del anochecer todo
el mundo andaba un poco desatado mostrando de que sí y de que no sus flancos
débiles, este peregrino saboreó la menta, la nocciella, el pistacho, las frutas
del bosque, el limón, la pera, la “terra de Siena”, il baccio…. y terminó feliz, ahíto y perverso en la plaza central de
san Gimignano compartiendo la magia de la noche con los que allí se daban a
ser.
He
dudado sobre si ilustrar estas veleidades con algunas de las cosas que arriba
se dicen: los helados, los glúteos, las callejuelas, el Arcipreste…. y he recordado que tengo lectores de tribus
diferentes, en algunos casos muy integrados en su tribu, de modo que bastantes
se sienten molestos si hablo de la virgen, si ilustro con desnudos, si digo
palabrotas, si expongo la corrupción de mi departamento universitario, si etc.,
al final he concedido que aparezca por ahí el historiador (edité antaño el Libro de Buen Amor) y el viajero; aunque
confieso que, en realidad, cuando mordía y daba lametazos al helado de menta,
tenía delante a la dama de negro, sentada en una escalinata, con la falda
recogida. Y había una perversión.
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