Pasó el invierno este año –y aun el anterior– causando estragos en bastantes lugares: al noroeste peninsular le arrasó un vendaval que, como dicen siempre, “jamás se había visto cosa igual”, con vientos huracanados de más de 150 kms. hora, en algunos puntos esa cota se convirtió en infierno y se llevó primero hacia el cielo y luego a tierra todo lo que encontró a su paso, una noche; “gracias a dios que fue por la noche y no pilló a la gente por los caminos”, me comentaba la gente.
!El nogal! Hasta doce quilos de nueces el año que vigilé a los cuervos. Que qué hacemos con él, Gabriel; pues no sé, córtale, claro, y deja el tronco allí, ya veremos. “Peor es lo de los laureles”. La hilera de laureles romanos que limitaba la tierra con la colindante, en un declive, se había venido abajo, provocando un alud, no solo en mi caso, sino a lo largo de toda la ribera del río, durante los tres kilómetros que terminan en el mar. Espero que no desaparezcan los pequeños laurelitos que todos los años, cuando limpio la tierra, han brotado de las semillas esparcidas por el viento y los pájaros: algunos me los llevo así a Madrid y los pongo el el alféizar de la ventana, a que traben amistad con las albahacas, y a que esperen a las lentejas y a los jureles escabechados.
Sobre todo porque me acuerdo de historias viejas semejantes. Dos higueras enormes tenía al lado de la casa. Una se cayo, porque estaba en una ladera, un día de viento, sin pillar a nadie debajo, con caridad y estrépito; traté desde entonces con sumo mimo a la otra, podándola para que se clavase bien en tierra y las ramas extensas no provocasen otra caída, no quería quedarme sin higuera. Ha pasado de eso unos seis o siete años. La higuera caída, reducida a nada, rebrotó, y la dejé. Este año la higuera renacida está dando una espectacular cosecha de higos; en tanto la vieja, añosa, enorme, llena de sombras, deja ver algún higo suelto allá en las alturas, reclamo de pájaros. Cuando hace mucho calor huele a higuera toda la casa.
Y en fin, todos los años mataba –eso creía yo– al estramonio o durantón o datura que crecía a la entrada, para evitar que mi hijo pequeño, atraído por su perfume empalagoso y por la belleza trompetera de sus flores blanca (las mías son blancas) no chupara o comiera de su narcótico venenoso. Hace tres años que desapareció. O eso creía yo. Miren ustedes qué lozana ha empezado a crecer de nuevo este año. ¿Qué haré?
El mayor destrozo lo hizo, desdeñando tejas, tapias y otros artificios humanos, curiosamente en los árboles mayores, que no supieron resistir el empuje y se quebraron o se acostaron, una famosa sierra de las cercanías, la sierra da capelada, trasformó su paisaje esa noche, porque el viento derribó bosques enteros. Es la sierra de los caballos salvajes.
Aquella noche yo no estaba en el lugar, me llamó Gabriel, el lugareño amigo, y ya noté en su voz que pasaba algo: “Prepárese...” Los dos árboles más viejos y grandes que tenía, un nogal, que a veces vareaba –a finales de octubre– con una gran caña de mi cañaveral, en competencia con los cuervos, y que era el centro del “ferrado”, se había desagarrado: pude sacar poco después las fotos de su fallecimiento, que no sé si encontraré por aquí. Lo mismo ocurrió al chamecípero que se veía desde lejos, con un verde dorado que parecía directamente libado del sol del atardecer; y al madroño, que venía de un esqueje de uno de los madroños del paseo de coches del Retiro; y a los laureles mayores, los romanos...
El nogal vuelve a crecer de las ramas caídas
Otras muchas cosas ocurrieron, bastante curiosas, desde luego, como lo que hizo un manzano que vivía bebiendo los vientos al borde del valle de Santalla, casi sobre la pendiente, lugar de hermosura y de riesgo, como suele ser frecuente, y que cuando llegó la noche de los destrozos decidió apoyarse en el cedro del Líbano, su amigo de prado, y que así se ha quedado (como bien se ve en la foto), al amparo de su espigado compañero, que olerá a manzanas, porque no podo el árbol y se cuaja de manzanas pequeñitas, todo olor. El que mejor resistió fue el castaño del jabalí, un castaño que planté hace unos diez años que parece centenario, cubriendo de sombra medio prado; me dicen los vecinos que debajo duerme el jabalí y su camada durante el invierno, pues a los jabalíes les encantan las castañas. Es verdad que debajo del castaño existe como un inmenso lecho y que nunca he podido recoger castañas, aparecen todas vacías. Pero debo de seguir con la historia del nogal, que no se ha terminado.
La higuera renacida y cuajada de fruta
!El nogal! Hasta doce quilos de nueces el año que vigilé a los cuervos. Que qué hacemos con él, Gabriel; pues no sé, córtale, claro, y deja el tronco allí, ya veremos. “Peor es lo de los laureles”. La hilera de laureles romanos que limitaba la tierra con la colindante, en un declive, se había venido abajo, provocando un alud, no solo en mi caso, sino a lo largo de toda la ribera del río, durante los tres kilómetros que terminan en el mar. Espero que no desaparezcan los pequeños laurelitos que todos los años, cuando limpio la tierra, han brotado de las semillas esparcidas por el viento y los pájaros: algunos me los llevo así a Madrid y los pongo el el alféizar de la ventana, a que traben amistad con las albahacas, y a que esperen a las lentejas y a los jureles escabechados.
El tronco lo dejamos allí, desnudo, secándose poco a poco: quizá se pueda utilizar como banco, mejor que moverlo o hacerlo leña; pero en el lugar donde estuvo, al lado, de las raíces que hubieran podido quedar, de las ramas, quien sabe de dónde, me he encontrado que está creciendo un nuevo nogal, ahora con las hojas desmayadas (como se ve en las fotos), porque hace tiempo que no llueve a modo, como suele. Voy a regarlo.
La historia de mi nogal me tiene conmovido.
la datura se recobra tras años de persecuciones |
Y en fin, todos los años mataba –eso creía yo– al estramonio o durantón o datura que crecía a la entrada, para evitar que mi hijo pequeño, atraído por su perfume empalagoso y por la belleza trompetera de sus flores blanca (las mías son blancas) no chupara o comiera de su narcótico venenoso. Hace tres años que desapareció. O eso creía yo. Miren ustedes qué lozana ha empezado a crecer de nuevo este año. ¿Qué haré?
Historias de plantas. No, no voy a sacar moralejas fáciles. Pero las pienso.
Termino enseñándoles la llegada espectacular del río a su desembocadura, formando una ría, desde la que se ven tres entradas, un faro, un puerto...
Te he dejado un comentario,sobre la naturaleza, en tu email sin haber leido esto. Que casualidad!
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