Uno de los últimos apuntes orales que pedí a mis alumnos que pensaran y comentáramos era el de las lecturas armónicas o contradictorias: buscar una lectura que asiente nuestro modo de pensar –incluyendo nuestra estética más o menos inconsciente– y rechazar aquellas que parecen repugnarnos por cualquier razón (ideológica y, por tanto, también estética). Las lecturas armónicas satisfacen y fluyen sin muchos obstáculos produciendo en el lector una especie de complacencia; las lecturas que contradicen resultan más difíciles de digerir; necesitan del esfuerzo del lector.
La naturaleza de un texto no debería ser motivo de rechazo en ninguno de los dos casos. Ya hemos dicho algo en este blog sobre la literatura y el mal (a propósito de las Furias del Prado, en exposición reciente). Tampoco deberíamos descartar un festival de placer intelectual –o del que sea– por leer a Juan Ramón Jiménez en primavera (Baladas de Primavera) o en un barco (Diario de un poeta y mar), por disfrutar de Gerardo Diego mientras escuchamos los Nocturnos de Chopin, por pasear por las calles del Rastro madrileño (por la calle Mira el sol) con los versos de Blas de Otero repicando, por leer con la brisa del Puerto las canciones marineras de Alberti, etc. De hecho, esa grata compañía nos ilustra a veces tanto que no habría que prescindir de ella.
Cuando llega la Pascua, este rapsoda recuerda –otra vez– un viejo poema de Antonio Machado, Pascua de Resurrección, que antaño leía con mis alumnos como motivo más de emoción que de inquietud. Confieso que ha producido casi un libro (¡qué horror!) y que ando tras la publicación de la primera edición de Campos de Castilla, sin conseguir que los herederos me contesten a mi petición, por la cuestión de los derechos de autor, que se acabarán pronto.
El poema tiene más de un siglo (se escribió en 1909) y Machado lo insertó en Campos de Castilla (1912), es decir en la edición castellana (la de 1917, que es la que se suele leer ahora, es la edición completada con los versos que redactó, camino de Andalucía y en Baeza, entre 1912-1917). Esta es la edición primitiva (tomada de uno de los pocos ejemplares que he localizado de la humilde edición primitiva, el de la Biblioteca que fue de Ramón Menéndez Pidal, del que conservo el índice y la disposición con página en blanco, encabalgada sobre el vuelto de la página. Todas las ilustraciones, por cierto, recogen ejemplares de aquella preciosa biblioteca:)
Mirad: el arco de la vida traza
el iris sobre el campo que verdea.
Buscad vuestros amores, doncellitas
donde brota la fuente de la piedra.
En donde el agua ríe y sueña y pasa,
allí el romance del amor se cuenta.
¿No han de mirar un día, en vuestros brazos,
atónitos, el sol de primavera,
ojos que vienen a la luz cerrados,
y que al partirse de la vida ciegan?
¿No beberán un día en vuestros senos
los que mañana labrarán la tierra?
¡Oh, celebrad este domingo claro,
madrecitas en flor, vuestras entrañas nuevas!
Gozad esta sonrisa de vuestra ruda madre.
Ya sus hermosos nidos habitan las cigüeñas
y escriben en las torres sus blancos garabatos.
Como esmeraldas lucen los musgos de las peñas.
Entre los robles muerden
los negros toros la menuda hierba,
y el pastor que apacienta los merinos
su pardo sayo en la montaña deja.
Nada tocó Oreste Macrí en su edición (II, p. 511), porque nada había que retocar para que el poema siguiera sonando, con la claridad del agua de la fuente. Machado logró así una vez más la fluidez del verso y atravesó con pinceladas simples una expresión sembrada de tópicos clásicos, empezando por el más obvio: cantar la llegada de la primavera a través de una escena en la que asoma la emoción del amor. Eso sí, todo insertado en sus circunstancias: un paisaje castellano simple. Machado caminó y sintió por donde todos lo hemos hecho, sin despreciar sensaciones, experiencias y emoción, que llevó a sus versos mediante el único procedimiento para que no se sintieran como gastadas y viejas: las inscribió en lo que miraban sus ojos, en lo que vivía.
Su ductus poético está lleno de sabiduría, para sortear la estridencia y lograr, sin embargo, la dosis necesaria de música. El poema –una silva moderna, de ritmo par– se abre con una sencillo sáfico que termina en encabalgamiento (traza) para que el lector se detenga y con esa pausa trace la amplitud del paisaje lleno de color. El ritmo dominante es el del sáfico clásico (4.8.), quizá el más elegante de todos los del endecasílabo (lo son los versos 6º, 9º-10º, 12º-14º y dos del terceto final), que ocupa todo el corazón del poema, para abocar, quizá porque el exceso de armonía necesita quebrarse, a los cinco alejandrinos clásicos (15º-19º), que rompen con el ritmo anterior; aunque todavía el primero arrastra la consecuencia de esa ruptura (¡es uno de los poquísimos alejandrinos de A. Machado con el ritmo hemistiquial melódico, 3.6, madrecitas en flor!). El exceso de materia poética de los cinco alejandrinos se reduce mediante el único heptasílabo del poema (entre los robles muerden). El remanso del verso y de la emoción nos devuelven al ritmo de los tres endecasílabos finales, dos de los cuales vuelven a ser sáficos (de 4.8, esencial). Equilibrio y serenidad que Machado había leído muy bien en fray Luis de León, para que los versos apaciguaran, al cabo, la emoción que se había apoderado del poema.
Ejemplar dedicado por Alberti de Marinero en tierra |
Muchas más cosas había leído en fray Luis Machado, por ejemplo la de emplear los juegos tonales (admiración e interrogación) en el cuerpo de un poema que se abrió con la mirada serena y que se termina con una pincelada objetiva. El lector actual quizá no percibe el lenguaje artístico del taller machadiano; pero, por ejemplo, en ese final remansado, que tanto debe al impresionismo de época (pinceladas descriptivas en vez de conjunto detallado: musgos, robles, toros...) aparece el locus amenus, el de Machado, incluso con su adjetivación platónica (negros toros, menuda hierba, pardo sayo....), que explicita en adjetivo lo que es inherente o habitual al sustantivo afectado (el toro suele ser negro, la hierba suele ser menuda, etc.), es decir, que presenta la idea de los objetos, y de la escena.
Escena, en la que, muy de Machado, súbita y necesariamente, aparece al final la figura humana: el pastor.
Hay ejemplares raros y curiosos en la Biblioteca del Casino de Madrid. Alejandro Riera -el biógrafo de Emilio Carrere- era hasta hace muy poco su bibliotecario y publicaba en la revista del Casino artículos sobre ejemplares como, precisamente, el del Poema del Cante Jondo. No creo que el fondo del Casino esté en red ni incorporado a Patrimonio Bibliográfico Español y es un buen sitio para husmear en búsqueda de libros raros.
ResponderEliminarEs una excelente pista, que no conocía. ¡ Muchas gracias! Tendré que incorporarlo al mapa de la investigación en Madrid (del que ya di una primera versión en este blog). La última vez que he intentado entrar en el Casino, hace un mes o así, no me dejaron –naturalmente, no soy socio. A ver cómo puedo hacer para que me dejen visitarla. Suelo ir a la vecina biblioteca de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, que está muy bien, en donde no tuve ningún problema. ¿Alguna sugerencia?
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