Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

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sábado, 16 de enero de 2016

La roca del sol en Gulangyu / 日光岩


Otro lugar emblemático en aquella singular isla es "el sitio más alto"; y el sitio más alto –el de unos doscientos escalones, una vez que se llega a la base del altozano– lo ocupa un roquedal de piedra, una de las cuales casi espanta por su tamaño. Muy dados a convertir estos espacios geográficos en lugares de recreo, la 日光岩 (ri guang yán), que así se llama, se ha rodeado de jardines, plazoletas, recodos, rincones, etc. en donde crece, sobre todo y una vez más, la buganvilla como flor esencial (macetas, roquedales, en bonsáis, arbóreas....); y el recreo se ha planteado como un ascenso hasta la cúspide, otra roca inmensa, sobre la cual se han montado miraderos y se ha facilitado el éxtasis final sin peligro con barandillas y andamiajes. Cuando uno llega arriba, con su jadeo a cuestas, mira mares y se alivia con el aire puro del lugar: a lo lejos se espiga Xiamen con rascacielos, o se estelan los barcos que van y vienen hacia no se sabe dónde. La verdad es que merece la pena subir, jadear y contemplar.

La subida se jalona con leyendas de todo tipo, las más en ingles/chino, que explican motivos lúdicos o históricos; se da prioridad a las leyendas, pues el lugar fue también fortaleza, no sé si de holandeses o de japoneses, o de todos los que fueron ocupando la isla y colocando allí arriba atalayas y cañones. También se puede admirar en una de sus estaciones un grupo escultórico, de los que ya he hablado supra en este blog.

 
 





Está bien que tanta historia se haya entregado, con armas y bagajes, a la sensación de plenitud de quien mira mares y costas rodeado de jardines.
El descenso, tan fatigoso como el ascenso, con el miedo constante a que se haga de noche –hacia las 17, 30– y pueda uno despeñarse o perderse en medio de tantos quiebros del terreno, del lugar, al que se paga una modesta cantidad para entrar.
Y no me perdí, fui siguiendo los pasos de un grupo de turistas chinos, con un guía abanderado, y aun tuve tiempo, al bajar, de regatear el precio de una pulsera de perlas a una vendedora callejera, que alumbraba con una linterna las perlillas, para que admirara su calidad. Le pregunté que para qué servían los polvos que se hacían de las perlas –ella los vendía en saquitos– y me dijo que eran excelentes para, mezclados con agua, el cutis de la cara. No sé. Creo que blanquean la cara. A mí me gusta más, mucho más, la tez tostada.



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