Para que el lector anónimo que –de todas las maneras y se diga lo que se diga con su etcétera va a votarle– voy a ofrecer los tres retratos del metafísico, pero crecido de pelo, para que no se tome como chacota degradante. Lo encontré haciendo bulto –nunca mejor dicho, no hay que olvidarse de que yo soy un filólogo, si él un metafísico– en una de las espléndidas salas del museo taller de ese gran artista chino que es Zhu Bingren; obra suya es, no sé si porque se conocieron o porque Zhu intuyó en un arranque de pasión que aquella era una cabeza con las primarias ganadas y el verbo vacuo.
Me sobrecogió verlo allí y le espeté: "¿Eres tú, Ángel?" "¿Eres el de Foucault, ese que tan bien sabe no decir nada?" No me contestó, siguió con el pelo fruncido cayéndole sobre la frente, como en sus mejores sueños, y la barba adelantada de los austrias, signo de empecinamiento socialista, o resabio y baba de ministro, no lo sé.
Más tuve un de pronto: no me entiende porque se lo había dicho en chino –me vigilaba el portero–: 你 是 我 的 好 朋友 吗?Me miró 按期儿。 ¿Eres tú mi buen amigo?
Durante un momento nos miramos a los ojos; si hubiera tenido mano se la hubiera tomado y de consuno hubiéramos entablado un coloquio gentil sobre nuestros destinos, tan crecido y sublime el suyo, tan menguante el mío; pero era solo cabeza, bulto, hierro y cobre retorcido. Le tomé tres fotos, me sonrió, le dije que me gustaba, ella me estaba escuchando, que en primavera el amor fuera vestido de blanco.
Cantamos juntos la marsellesa y clavelitos. Luego volvimos a recitar la canción del pirata, pero él metía morcillas de Gadamer, como quien no quiere la cosa. Estaba sublime: se le escapaban los verbos sin conjugar como versos de amor conceptos esparcidos. Recordando la sala en la que le han ponido tan bien puesto a veces lloro sin querer. Mucho muy más mejor hubiera estado al lado de la Cibeles, coronado con la bandera blanca por Raúl. O haciendo pis, como cualquiera de los angelotes de Rubens, en el Prado, al lado de Carlos V venciendo a los infieles, con la dura coraza cubriendo sus partes. ¡Qué destino, Ángel, qué destino! En una sala de forjas metálicas de Hangzhou, peludo y enfadado, donde nadie te reconoce: he tenido que pasar yo por allí para saber que eras tú, piedra pequeña, canto que rueda por las calzadas.
No quiero adornar tus retratos con nada que no seas tú mismo, caro amigo, que las esperanzas cortesanas prisiones son do el ambicioso muere, con la sangre injuriada por el peso de inviernos, primaveras y veranos. No quiero terminar con esa rima, ni con la tuya; hagamos un esfuerzo final: que nadie pierda.
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