No había mezclado tres entradas tan dispares en el Cuaderno, como hago ahora para recordar un soneto palentino (que se publicó en El año del ombligo), este:
ATARDECER EN SAN PABLO
La plaza de San Pablo llena octubre
de amarillos sutiles. Chopos, plátanos,
aligustres, castaños, un magnolio...
En las piedras de las fachadas trepa
la noche poco a poco, las farolas
abren sus ojos a las largas sombras;
se ha terminado ya en los dominicos
la misa vespertina de los sábados;
hay corrillos de fieles a las puertas,
mientras el aire frío se desnuda
y vacía las calles; la ciudad
desierta va quedando y silenciosa.
Abandonado, como un niño solo,
el tiempo en la placita oscura tiembla.
....................
ALEJANDRO
Y Alejandro estaba serio, mirando hacia no se sabe. Sería su dueño, porque le hablaba como si hubiera ya tanta confianza que con cada palabra llegaba el recordatorio de otras anteriores y la alusión a un tiempo compartido. Como si se hubiera cerrado definitivamente en torno el universo y nadie más pudiera entender plenamente aquella relación. “No tienes por qué ir por ahí haciendo lo que haces, ni escondiéndote, Alejandro”. Y un tuse con la mirada o quizá con un cambio leve de postura que no llegaba a gesto de cariño, pero que lo amagaba. “Venga, que tenemos todavía que pasar por la farmacia, Alejandro”. Y luego murmuraba algo más que yo no alcanzaba a oír. La relativa quietud de Alejandro estaba llena no tanto de comprensión como de saber estar, descansado sobre sus patas traseras, con algún ligero movimiento de cabeza, contemplando las maneras de su amo, entre condescendiente, respetuoso e inquieto. Yo no hubiera sabido estar así.
No pude desprenderme fácilmente de la escena, de manera que cuando subí a casa, me dirigí mecánicamente al balcón que da sobre el bulevard, lo abrí y me asomé, por curiosidad ciega. No estaban. Al asomarme, sentí que rozaba una de las plantas de la jardinera, la que terminaba la hilera de geranios. Dos palillos ridículos y retorcidos que sostenían unas hojillas temblorosas, con el verde amarillento de recién brotadas. “Menudo invierno nos hemos pasado, tan largo y con tanta lluvia, creíamos que no lo contabas, heliotropo”. “Menos mal que te abrigué en este rincón de la ventana, a donde no llegó todo el frío ni te sacudió el viento”. “La hierbaluisa, en medio del balcón, no ha sobrevivido”. “Voy a regarte, espera un poco”. Mientras lleno la regadera pienso que pronto me dará su aroma azul de chocolate agazapado. Que no caiga con demasiada fuerza el agua. “Anda, vamos, heliotropo. Criatura, criatura, criatura. Que tengo todavía que hacer la cama, poner una lavadora, fregar los cacharros. Ya está, que sé que te gusta la humedad y el calor. No me voy del todo, te he dicho. Que mañana vuelvo a regarte, de verdad.”
No pude desprenderme fácilmente de la escena, de manera que cuando subí a casa, me dirigí mecánicamente al balcón que da sobre el bulevard, lo abrí y me asomé, por curiosidad ciega. No estaban. Al asomarme, sentí que rozaba una de las plantas de la jardinera, la que terminaba la hilera de geranios. Dos palillos ridículos y retorcidos que sostenían unas hojillas temblorosas, con el verde amarillento de recién brotadas. “Menudo invierno nos hemos pasado, tan largo y con tanta lluvia, creíamos que no lo contabas, heliotropo”. “Menos mal que te abrigué en este rincón de la ventana, a donde no llegó todo el frío ni te sacudió el viento”. “La hierbaluisa, en medio del balcón, no ha sobrevivido”. “Voy a regarte, espera un poco”. Mientras lleno la regadera pienso que pronto me dará su aroma azul de chocolate agazapado. Que no caiga con demasiada fuerza el agua. “Anda, vamos, heliotropo. Criatura, criatura, criatura. Que tengo todavía que hacer la cama, poner una lavadora, fregar los cacharros. Ya está, que sé que te gusta la humedad y el calor. No me voy del todo, te he dicho. Que mañana vuelvo a regarte, de verdad.”
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Y este soneto heterodoxo
A G.G.
Palabras apagadas
encendida la piel
cerca tus manos vengan
en tus labios mi sed
la luz que sobra y cede
más no puede más ser
para mis besos te abres
seda saliva miel
tiempo que va sin tiempo
allí allá sostener
la luz cierra los ojos
dentro se quiere ser
quizá siempre infinito
dejar abrir ceder
Palabras apagadas
encendida la piel
cerca tus manos vengan
en tus labios mi sed
la luz que sobra y cede
más no puede más ser
para mis besos te abres
seda saliva miel
tiempo que va sin tiempo
allí allá sostener
la luz cierra los ojos
dentro se quiere ser
quizá siempre infinito
dejar abrir ceder
Qué buena la lectura de "Alejandro". Se nota que para escribir bien es necesario ser un "gran cotilla". Creo que los mejores escritores son los que, a pesar de vientos a favor o en contra, nunca pierden interés ni capacidad de observación hacia todo lo que les rodea. De su gran curiosidad sacan el mejor partido para disfrute ajeno de la lectura posterior, un placer. Si uno se encierra en su mundo egoísta y no observa ni "cotillea" a su alrededor (animales, plantas, personas, conversaciones y sensaciones ajenas), es imposible que salga un buen escrito. Se merece mi elogio por su delicadeza hacia su mundo exterior.
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