Ayer enseñé ese escondido museo, que está entre mis preferidos de Madrid, y aparte de subir la vieja escalera de madera hasta la cocina valenciana del cuarto piso, me encontré con cuatro o cinco sencillas exposiciones, una de ellas la los carteles que anunciaban las centenarias exposiciones de Barcelona y Sevilla, las que originaron –¡qué tiempos¡– el pueblo español de Barcelona o la gran plaza de España de Sevilla, entre otras cosas. Y de paso me llevé un par de generosos carteles anunciadores de las fiestas florales de Valencia, también centenarios. Es curioso, algún poso ha dejado en mí Levante, en donde profesé cuando obtuve mi plaza de profesor en el Instituto de Gandía. La luz de abril sobre el Mediterráneo.
De vez en cuando vuelvo al hormiguero del verano y me perfuma todavía el azahar, que me llevaba –en bici– de la playa al "Instituto nuevo".
El Museo –cierto es– resulta discreto, escondido, con poca fortuna en esta ciudad de grandes y soberbios museos. Supongo que también anda con poco presupuesto. Le adorna el Retiro y la belleza del barrio de los Jerónimos.
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