Uno de los paseos, ya anochecido, terminó en la feria del libro que se organiza en casetas al lado de la plaza de Mariana Pineda; en la caseta mayor se sentaba una veintena de personas que escuchaban recitar poesías. Escuché, de pie, durante un rato. Era estupendo saber que los versos todavía encandilaban a público variado; y los recitadores eran mayoritariamente jóvenes, de ambos sexos.
El presentador había terminado la ronda de los inscritos y anunciaba que aún quedaban diez minutos con micrófono abierto para el que quisiera atreverse y leer poemas propios o ajenos. Primero lo hizo una chica, muy bien, y aplaudí yo también. Y a continuación, naturalmente, lo hice yo: el público me miraba con ojos entre chispeantes, irónicos y curiosos. De manera que engolé la voz, miré a la chica de la primera fila, que tenía unos enormes ojos claros, le guiñé un ojo –siempre guiño el derecho– y leí el soneto que había ido puliendo esa tarde y que se refería al Carmen de los Mártires. Recibí mis aplausos y se cerró el acto.
No, no fui a comentar la calidad de los versos con la dama de ojos iluminados, sino que me refugié en una enorme heladería de helados artesanos que detrás hay, y me pedí, anónimo, feliz y satisfecho, uno de tres bolas: turrón, yogur y vainilla. Fue mi cena, ¡eh!
Vamos a terminar con dignidad –es un decir– en la hermosísima plaza de Santo Domingo, cuya iglesia y claustro aledaño –en el Colegio Mayor– ya me había enamorado hacia mucho tiempo. José Luis, mi buen amigo granadino, me encareció que visitara la capilla del Rosario, recientemente restaurada, y me envió la imagen con la que cierro esta entrada.
En esa tienda de hierbas me compré un te de la Alhambra que entre sus ingredientes tenía 'te verde, te negro nosequemás y 'un toque de misterio'. Quería probar ese sabor.
ResponderEliminar¿Y qué pasó cuando lo probaste?
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