Me remite Mario Pedrazuela su biografía humana e intelectual de Alonso Zamora Vicente, presentado como el último eslabón de la escuela de Filología Española, ese grupo de prestigiosos investigadores que durante los dos tercios del siglo que se fue pensaron España. Recoge el libro –fue su tesis doctoral– cumplidamente muchos aspectos de su atractiva personalidad y traza amplios panoramas de su contexrto cultural: el Centro de Estudios Históricos, el viejo Madrid (había nacido en La Latina), la universidad Complutense en los años de la preguerra, la contienda civil... hasta el exilio, sobre todo en Buenos Aires (Instituto de Filología) y su vuelta a España, en donde ocupó la cátedra de Filología Románica a la jubilación de Dámaso Alonso, ingresó en la RAE y de esa casa fue secretario durante muchos años, creo que una docena. Aislado en su casa de las afueras de Madrid, murió a los noventa años (2006), prácticamente en los brazos de Mario, quien le ayudaba a ordenar papeles, seguir trabajando, mantener vivo el arte de la conversación.
Don Alonso Zamora Vicente fue mi maestro. Con él comencé mi tesis cuando llegó de vuelta a Madrid, a finales de los sesenta y con él mantuve una larga relación ("siempre ahí", me decía, con cariño), con la que podría llenar páginas y páginas, contando viajes, estancias, tareas... También le acompañé y luego le sucedí en la dirección de Clásicos Castalia.
El trato y el tiempo me descubrieron las vetas más humanas de su personalidad, lo que aumentó mi cariño, porque incurría –como todos– en circunstancias la mar de comprensibles: su escondida vanidad literaria, que se le acrecentó con los años, y que sabía justificar pero que muy bien, por la preeminencia en el uso de pertrechos narrativos, por ejemplo; su alimón con Cela en los primeros tiempos; su mirada desde arriba y desde lejos en el tiempo a los iguales (¡lo que ha contado de Borges!) o a los discípulos: aquel Cortázar peregrino y pasajero que llegó a Salamanca descarriado y hubo que darle de comer y acogerle en casa; las clases por donde pasaron otros, como Vargas Llosa; la hilera de alumnos (Manuel Alvar, por ejemplo) y colaboradores. No discernía bien don Alonso lo que interesaba ahora más o menos, porque muchas veces seguía con la huella de aquellos chicos, tal y como les había conocido y tratado.
Y luego tenía muy dentro, pero ocupándole un espacio inmenso, que yo creo que fue el que determinó todo el final de su vida, un enjambre de sombras y pesares, porque al cabo al cabo las cosas no cambiaron mucha ni la condición humana pareció haber enriquecido nuestra vida colectiva. ¡Qué podía sentir una persona como él –ellos– ahora, una persona que cuando iba a Granada, por ejemplo, me llamaba desde Madrid el día anterior y me decía: "Pablo, mañana a las 8,30 en la puerta de Puentezuelas", para iniciar el itinerario artístico, emocionado, para contemplar todos los rincones históricos de la ciudad, que ya conocía, pero que volvía a asumir cada vez con la mayor pasión y detalle!
Muchas de esas cosas aparecen en el libro de Mario Pedrazuela, que ya he visto citado hasta en El Cultural de El Mundo de la semana pasada, como libro goloso. Y lo es para el que guste de esos recorridos por nuestra historia inmediata. Lleva un delantal de Manuel Seco, amigo fiel de don Alonso. Ha sido publicado por la Universidad de Alicante.
Eso sí, en ningún lado veo que se diga que ha sido una tesis doctoral que yo le dirigí –aún recuerdo de sus páginas las que provienen de mis lecturas, sugerencias y correcciones. Miseria y grandeza, que suelen decir, de la enseñanza y que suele ser bastante frecuente. A lo mejor está bien que no se recuerden esas cosas, quién sabe.
Yo quisiera recordar, sin embargo, una vez más a mi maestro, a don Alonso Zamora.
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