A raíz de una desafortunada polémica periodística actual –de la que no voy a tratar aquí directamente–, así como de la prohibición de una película (Serbia) o de la censura de algunos “blogs" (Into the Wild), etc. he tenido que razonar, desde la vertiente de profesor de literatura, por ejemplo y nuevamente, algo que ahora hace un año aproximadamente salió a la palestra, con motivo de una narración en la abundaban las escenas de lo que ahora se llama “violencia de género”, lo que provocó la condena fulminante, mayoritaria y explícita de la narradora.
Así, directamente, sin entrar en mayores consideraciones no se puede condenar una obra creada como producto de la imaginación en campo libre, porque inmediatamente tendríamos que juzgar a Agatha Christie por los crímenes de Hércules Poirot o a Antonio Muñoz Molina por pederasta; de manera que conviene siempre distinguir entre lo que es tema, argumento, motivo, etc, de una creación artística, sea del género que sea, y la realidad. Los niños “juegan” a matar indios (bueno, ahora, pokemos y seres extraños y galácticos) y me parece que, mientras sepan distinguir juego de realidad, eso no les proyecta directamente a la delincuencia, ni siquiera a la violencia. Aunque parezca mentira este argumento todavía necesita exponerse y razonarse para convencer a quienes confunden realidad y arte; no es extraño, ya le ocurría a Sancho Panza, que era incapaz de distinguir entre “poesía” e “historia”, como se decía en la época.
Pero tal argumento, que hasta lo he oído –menos mal– en labios de nuestra siempre admirada Esperanza Aguirre tiene sus peligros; y el peligro que tiene es un componente fundamental en todo este aparato o rifirrafe. A lo que hay que referirse inmediatamente para no simplificar las cosas es a ese peligro, que en realidad es una demostración por la vía fácil de la presunta autonomía del arte que trae debajo del brazo una falsedad. La imaginación es libre o, como yo suelo argüir, nadie puede controlarla (pueden restringir su ámbito mediante el curioso procedimiento de agotar sus funciones dirigiéndola hacia campos inocuos, como el del fútbol; pero eso es otro tema). Sin embargo el resultado de la imaginación creadora es un objeto de arte que –y esto es lo importante– pasa a ser inmediatamente un objeto más de la vida real, mal que les pese a los artistas. De manera que los desnudos de Tiziano son cuadros, arte, y no hay por qué escandalizarnos; pero Felipe II encargaba esos cuadros para solaz de su lujuria y satisfacción bien real de su vista: el arte volvía a la vida y se imbricaba nuevamente con ella, desde un estatuto peculiar, el de haber sido concebido en estado de libertad. Y así ocurre con todo el arte y con todas sus circunstancias por más gorgoritos que nos hagan los defensores de la autonomía del arte. Lo cual se demuestra andando: dadme cualquier objeto artístico, que yo lo consumo tal y como venga (lo oigo, veo, palpo, huelo, entiendo, dejo de entender...)
Con esta vuelta del argumento que defiende el “compromiso” del arte como circunstancia o discurso normal en cualquier formación social, complicamos el campo, que es de lo que se trata, pues casi siempre la devolución de un tema humano de múltiples aristas a su complejidad suele ser un acierto, al menos en el planteamiento. Y muchos problemas no pueden más que plantearse. Es lo que hago cuando juego al ajedrez con mi churumbel: paramos la partida cuando ya se ha planteado una red de posibilidades, sin acabarla.
Vuelvo al arte. Podemos dejarlo así, abierto, o podemos avanzar, al menos, una pauta general que nos ayude ante la perplejidad.
Sea este: la libertad artística que se proyecta desde la imaginación produce un resultado a modo de “hecho artístico” (en realidad “discurso”, pero bueno), que se origina y va a una determinada formación social en donde va a cumplir una función “real”; es competencia del artista no solo la creación de aquel objeto sino la valoración en términos de conducta –individual, social, histórica, etc.– de su impacto. Resortes y resultados de la creación son raseros adecuados que pueden intervenir en el proceso.
Ya seguiremos.
Así, directamente, sin entrar en mayores consideraciones no se puede condenar una obra creada como producto de la imaginación en campo libre, porque inmediatamente tendríamos que juzgar a Agatha Christie por los crímenes de Hércules Poirot o a Antonio Muñoz Molina por pederasta; de manera que conviene siempre distinguir entre lo que es tema, argumento, motivo, etc, de una creación artística, sea del género que sea, y la realidad. Los niños “juegan” a matar indios (bueno, ahora, pokemos y seres extraños y galácticos) y me parece que, mientras sepan distinguir juego de realidad, eso no les proyecta directamente a la delincuencia, ni siquiera a la violencia. Aunque parezca mentira este argumento todavía necesita exponerse y razonarse para convencer a quienes confunden realidad y arte; no es extraño, ya le ocurría a Sancho Panza, que era incapaz de distinguir entre “poesía” e “historia”, como se decía en la época.
Pero tal argumento, que hasta lo he oído –menos mal– en labios de nuestra siempre admirada Esperanza Aguirre tiene sus peligros; y el peligro que tiene es un componente fundamental en todo este aparato o rifirrafe. A lo que hay que referirse inmediatamente para no simplificar las cosas es a ese peligro, que en realidad es una demostración por la vía fácil de la presunta autonomía del arte que trae debajo del brazo una falsedad. La imaginación es libre o, como yo suelo argüir, nadie puede controlarla (pueden restringir su ámbito mediante el curioso procedimiento de agotar sus funciones dirigiéndola hacia campos inocuos, como el del fútbol; pero eso es otro tema). Sin embargo el resultado de la imaginación creadora es un objeto de arte que –y esto es lo importante– pasa a ser inmediatamente un objeto más de la vida real, mal que les pese a los artistas. De manera que los desnudos de Tiziano son cuadros, arte, y no hay por qué escandalizarnos; pero Felipe II encargaba esos cuadros para solaz de su lujuria y satisfacción bien real de su vista: el arte volvía a la vida y se imbricaba nuevamente con ella, desde un estatuto peculiar, el de haber sido concebido en estado de libertad. Y así ocurre con todo el arte y con todas sus circunstancias por más gorgoritos que nos hagan los defensores de la autonomía del arte. Lo cual se demuestra andando: dadme cualquier objeto artístico, que yo lo consumo tal y como venga (lo oigo, veo, palpo, huelo, entiendo, dejo de entender...)
Escena de la película "Serbia" |
Vuelvo al arte. Podemos dejarlo así, abierto, o podemos avanzar, al menos, una pauta general que nos ayude ante la perplejidad.
Sea este: la libertad artística que se proyecta desde la imaginación produce un resultado a modo de “hecho artístico” (en realidad “discurso”, pero bueno), que se origina y va a una determinada formación social en donde va a cumplir una función “real”; es competencia del artista no solo la creación de aquel objeto sino la valoración en términos de conducta –individual, social, histórica, etc.– de su impacto. Resortes y resultados de la creación son raseros adecuados que pueden intervenir en el proceso.
Ya seguiremos.
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