...dice el peregrino, leyendo el último Romancero de Pedro de Padilla, publicado por José J. Labrador Herráiz y Ralph A. Di Franco (México: Frente de Afirmación Hispanista, 2010) para completar la hermosa colección de cancioneros y otras colecciones poéticas de los siglos XVI-XVII. Lástima que a este volumen le sobren las 170 páginas iniciales, que nada aportan, particularmente las que ha añadido Mariano de la Campa, de redacción torpe y adusta, repitiendo la historia crítica de hace dos siglos, en un panorama tan absurdo como aburrido.
Pelillos a la mar, porque el volumen va dedicado a Antonio Carreira, de quien tantas veces he confesado que es el mejor conocedor de la poesía clásica española, ido a lejas tierras, probablemente porque bien hubiera hecho falta en nuestra enteca universidad española.
Semejante preámbulo me sirve como introducción agradecida a José J. Labrador, que ha dado descanso el peregrino cuando descendía de las brumosas tierras del norte –había temporal– y paraba en un delicioso lugar de Orense, a cien kilómetros, como decía José Labrador, de Santiago, Orense y La Coruña. Allí se ha establecido en un viejo caserón, que ha reconstruido con tanta gracia como cariño, y desde allí continúa su incansable tarea de seguir recuperando cancioneros manuscritos, obras y autores más o menos olvidados (¡tiene preparado un Sebastián de Horozco!). Labrador gastó su vida profesional en EEUU, de la Cleveland University empezaron a venir aquellos prodigiosos volúmenes que editaban los mejores cancioneros manuscritos de nuestros siglos dorados.
Y de cancioneros y otras labores fue el grato tiempo de la mesa y sobemesa, con delicioso ágape de su encantadora mujer y otros comensales.
La casa ha respetado la traza inicial, consolidando viejos muros de piedra, e introduciendo algunas innovaciones que permitan habitarla, desde luego, tanto en las viviendas como en el jardín.
El sol suave del otoño gallego confería a todo el conjunto aires de lugar idílico; las pequeñas lomas del horizonte contribuían a quitar aspereza al campo. Y los dos enormes carvallos que encuadraban la entrada contrastaban con la profusión de rododendros, los rincones –un gran acebuche, algún arce, una morera ida a sus amarillos...– en los aque se adivina que el verano iba a remansar calores, tanto como en la entrada a manera de porche, quizá lo más hermoso de tan apacible lugar.
El peregrino, agradecido, comió nueces, mordisqueó fresas (¡todavía!), le dieron libros y kiwis y se despidió de todos con envidia, envidia del bien, que decía don Antonio.
Que hermosura de casa y que suerte tiene el peregrino!
ResponderEliminarMuy Bueno
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