Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

Amigos, colegas, lectores con los que comparto el cuaderno

sábado, 13 de noviembre de 2010

Adagio cantabile de la sonata 59 para piano, de Haydn

Fue pronto una obsesión y bien vi que no iba a liberarme de ella si no la resolvía; luego, rumia que te rumia mientras deambulaba por las dos habitaciones de la casa, resolví ponerme a cocinar, que es lo que hacía cuando algo me preocupaba y tardaba en asimilar problema o solución: y me hice un bizcocho con naranjas y pistachos, en donde lo de las naranjas era una novedad, una metáfora de la obsesión, vamos. Lo que ye me hacía pensar que pasaba de castaño oscuro es que, sin dejar de darle vueltas, un par de horas después, cuando el bizcocho había perdido parte de su volumen y su calor  de horno –estaba tibio– me zampé dos trozos mayúsculos y me quedé abotagada, en el sillón de las siestas, riñéndome: “A tus ochenta y seis años no deberías cometer estos excesos, que sabe dios lo que pueden provocar...; qué inconsciente eres, todavía te portas como una adolescente impetuosa y caprichosa...” Esa regañina me devolvía a la tema; la verdad es que cualquier cosa que hiciera me devolvía a la tema. No lo había hecho de adolescente, que hubiera sido el mejor momento, no lo hice en la brevísima travesía de la juventud, tan breve que es el periodo del que peor me acuerdo; y no lo hice en el largo sacrificio del resto de mis años, entregada como estuve a esa profunda estupidez de mi “trabajo”, el dios al que hube de obedecer, aunque nunca, nunca le quise. Y entregada también a una convención que alguien me incrustó en mi modo de ser sin que me diera cuenta. Y luego, luego creí que todo se iba a terminar con aquella jubilación maravillosa y adelantada unos añitos, a los cincuenta y ocho, para que el dueño de la empresa pudiera también jubilarse y vender a precio de oro. Hace casi treinta años. Treinta años, no diré que de soledad, miseria y demás, no. En el barrio se está bien; y no me gusta ser llorona. Pero nunca, nunca, nunca jamás lo dije; y siempre di por bueno que jamás lo diría, que sería como mis bizcochos, un  lugar de encuentro conmigo misma; pero ahora, ahora quizá pueda, al menos por una vez, solo una vez, sin mayor función que cumplir conmigo misma, que saltar esa valla, que saber que sí, que ya está.
Aún hubo otro día más de obsesión y venga vueltas. A la mañana del tercer día supe que lo iba a hacer. Toda la vida aquello allí; pero lo iba a cumplir, lo iba a hacer, claro que sí. Se había terminado el bizcocho y no era cosa de volver a hacer otro –tengo prohibida el azúcar–, de manera que la decisión se tomó envolviendo croquetas de pollo, sin cuchara, como mandan los cánones, con las manos blancas y las arrugas llenas de la suavidad de la harina candeal. Me miré en el espejo de la entrada al salir, como hago casi siempre, pero esta vez para confirmar la serenidad de mi porte y que la determinación no había cambiado ninguno de mis hábitos de sencillez, tranquilidad: hacer todo pensándolo, sin prisas, con cuidado, muy lejos de la improvisación y del impulso, para cuidarme, como dicen que hay que vivir a mi edad.
Antonia estaba sentada en un banco de la calle, allí donde amaga plazoleta y deja que crezcan cuatro acacias, donde le he visto otras veces cubriendo el rosario que todas solemos hacer –panadería, súper, peluquería, banco, paradita...–; solo dos veces había hablado con ella, y las dos para reconvenirle la tontería del perro. “Yo también tengo ochenta y seis años, como tú, y nunca he sentido la necesidad de un perro”. Tenía que vivir por allí cerca, claro. Me miró con sus enormes ojos claros, que le ocupaban todas las arrugas de la cara; seguro que porque era miope y no utilizaba gafas. Me acerqué despacio y me detuve delante, hasta que ella, que había descansado la primera mirada, volvió a fijarse en mí, sin decirme nada, desde abajo, sin apenas moverse. Sentí que por fin, por fin, por fin, dios mío, por fin lo iba a decir. Una vez en la vida al menos. Y lo dije con la tensión y la seguridad de ochenta y seis años de silencio...
– Te quiero. Te quiero con toda mi alma.

[Denis Antonio]

4 comentarios:

  1. Inclúo a miña felicitación nesta anotación súa, por elixir unha das extraordinarias dos últimos días. Esa efervescencia súa, amigo Jauralde, resulta fascinante. Siga, siga. Que o lemos con moito gusto.
    Hai wifi no Retiro?

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  2. Es Denis un seudonimo de Pablo Jauralde? Porque veo que aqui ha cambiado la voz de los dos relatos anteriores.
    Nos lo podria decir?

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  3. NO, realmente no lo puedo decir. Lo siento.
    Gracias por sus comentarios.

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