Su nombre más conocido es el de "membrillo japonés", un arbusto de jardín de particular belleza y extrañas características, pero que yo no conocí hasta tarde, disfrazado por el nombre. Al disfraz del nombre me quería referir, a la comodidad de protegernos con el nombre habitual –estar lingüísticamente en casa–, al placer de paladear el nombre de los seres queridos –Chopin, Javi, Gema, Barbolilla, Mario, Nacho...– y a la posibilidad, que solemos utilizar inconscientemente de escondernos detrás de un nombre, como he intentado yo hacer ayer al comentar una página güeb de un cuaderno ajeno.
Cuando empecé a arreglar mi refugio gallego, hace unos diez años, una vecina de las que pasaba a diario –luego supe que camino del cementerio– me trajo un día un cepellón con unas ramas secas para que lo plantara en el jardín, asegurándome que era un arbusto muy bello y que por allí lo llamaban "las llagas de Cristo". Y así lo hice, en un rincón, cerca del pozo, aunque no me entusiasmaba mucho ni el nombre ni las circunstancias. Durante un par de años aquellas ramas se mantuvieron discretamente semidesnudas, alargando tallos espinados (por la "corona de espinas"), me comentó en cierta ocasión la vecina –Lela–. Y una primavera se produjo la bendición de una hermosa floración que precedía al desarrollo total de la planta, que hubo de luchar con dos especies espinosas vecinas, una "agracejo" y un "acebo hembra".
Pedante y redicho como soy indagué sobre aquella curiosa planta, de floración tan coloreada, muy temprana y de flores suavemente aromadas, hasta que encontré que se trataba en realidad de un membrillo japonés, que a mediados del siglo xix Lindley denominó "chaenomeles", originaria de la China y del Japón. El cambio de nombre desbocó mi interés por la planta, que en algunos lugares se llama "zarza ardiente", con lo que la cosa se iba poniendo cada vez más interesante. Me han dicho que en China es símbolo del "deseo de amor" y a veces –por las espinas– de los celos; voy a llevársela a chinos y japoneses de mi contexto laboral a ver si funciona. Ya he elegido a la chinita sobre la que, al tiempo de darle la primera floración, voy a fijar en mis ojos con "deseo de amor". El nombre me había disfrazado la belleza de la realidad. El nombre, el nombre.
Item más, he ido aprendiendo muchas más cosas y harto excitantes sobre esta planta; no todas ensayadas. Por ejemplo, si cuando está a punto de florecer, con las yemas ya formadas, en la primavera de marzo, se le cortan algunas ramas por lugar adecuado y los tronquitos primero se envuelven en papel de periódico húmedo y luego se plantan –con cuidado y luz intensa sin sol– en casa... agarran y florecen. Y el arbusto al que se le ha hecho esa poda cuando estaba a punto de reventar puja con tal fuerza sobre las ramas que hemos respetado que aquel año su floración resulta espectacular. Ya sé, ya sé que la comparación llevada a otros terrenos es facilona; pero ahí queda sugerida para la apasionada imaginación del jardinero. Pero ¿y si se poda y se retiene tanto que luego no encuentra fuerzas para medrar?
Los nombres, que a veces disfrazan la hermosura de las cosas.
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