Sigue siendo una joya de Madrid y, de entre los que he podido ver, uno de los botánicos más bellos y mejor organizados del mundo, para visitar en cualquier estación: menos cosas ante las que extasiarse, quizá, en otoño, pero más singulares. Me venía cantando Camarón de la Isla ("Al verte las flores lloran... porque las flores quisieran... parecerse a ti...", entre palmas, ayes y melismas) y parece que ya termina. Frío nada más abrirlo, cuando menos gente hay –nunca hay demasiada–, senderos, plazoletas y rincones en donde parece que nos están esperando para que nos sentemos más a ser que a pensar. Enseguida llegan los grupos de escolares, a veces casi niños –seis, siete, ocho... años–, aunque dominan los adolescentes, con algún maestro que les habla con entusiasmo y cariño ("...las plantas más antiguas son los helechos, están en el agua...."), mientras cogen hojas, buscan estatuas o se admiran ante las flores más extravagantes.
La verdad es que yo también he ido relativamente rápido, despreciando la majestad de los almeces, para buscar lo que quería: ante todo el alerce, un árbol que siempre me ha atraído –pinacea que pierde la hoja–, y que allí estaba, como lo había imaginado, solitario, frágil y con el color en vilo. Ya había comenzado a cantar en el "nano" del Mac Chavela Vargas, y lo he parado ("...la barca en que me iré / lleva una cruz de olvido / lleva una cruz de amor / y en esa cruz sin ti / me moriré de hastío...") porque las dos cosas a la vez no las hubiera aceptado bien. Además Chavela cambia luego lo de la "barca" por la "nave", y me resulta más ajeno, no sé por qué.
Cuando ya no podía mirarlo más, me he ido hacia la entrada nuevamente, sin volver la vista atrás, por si me llamaba (el alerce es un árbol "solitario"; uno solo he visto en el Retiro ,en los jardines de Cecilio Rodríguez) y no podía resistir; a la búsqueda del "árbol del hierro", la joya del otoño en el Botánico: aquí está:
Al paso y antes y después, los árboles y plantas de frutos tardíos, como el granado; o aquellos que se visten de color antes de desparecer la estación –castaños, ginkos, arces, espárragos...:
Al salir, barullo de grupos nuevamente haciendo cola para entrar en el Prado –enfrente, de donde yo he venido, después de buscar retratos del pintor real Bartolomé González–, y una larga cola de turistas, mayoritariamente turistas, que esperan entrar, a lo largo de la fachada principal, que he recorrido deprisa –frío, frío...– para llegar a la Biblioteca Nacional. Vuelvo a calzarme el "Nano"; Chavela Vargas ha cambiado de canción ("... voy a buscar otro amor que me comprenda / y la otra la olvido cada día más y más..."), para arañarse el corazón con la rabia del desamor. La glicina del banco hipotecario –una de las mayores que conozco, quizá como la del Carmen de la Victoria, en el Albaicín granadino– todavía no ha cambiado el color de sus hojas. Mientras entro en la Biblioteca, salta el viejo disco de los Secretos ("...si pudiera recordar qué estoy buscando, pararía a descansar... qué solo estás contigo...")
Entro en calor mientras consulto en la sala Goya un viejo catálogo de los cuadros y objetos artísticos vendidos por el duque de Osuna (1894).
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