Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

Amigos, colegas, lectores con los que comparto el cuaderno

sábado, 13 de noviembre de 2010

Veintitrés días

No estaba seguro de cuánto tiempo iba a pasar hasta que aparecieran signos inequívocos; quizá meses, quizá nunca; no, no lo sabía; solo barruntos.
Empecé primero con las rutinas más sencillas como no comprar el periódico –eran suficiente las noticias en el ordenador o la radio–, utilizar mucho congelador para las cosas diarias y no abrir al timbre de abajo, como que no estaba en casa. Al comienzo, contestaba al correo electrónico y dejaba que sonara el teléfono, por si alguien quería dejarme un recado; pero el teléfono, que ya no utilizaba mucho, fue lo primero que se calló, tan solo la propaganda, que era fácil de detectar, porque el lector de números avisaba “llamada oculta”. A los cinco días retiré las plantas de las ventanas y las situé en lugares estratégicos del interior, con algo de luz para que no se secaran. Y todavía salía, a primera hora, pero cuando ya había terminado el tumulto de niños, colegios y trabajos, hacia las 10. Dos o tres días después, y aprovechando la llegada del invierno, hice estas salidas no exactamente disfrazado, pero sí medio tapado por chubasqueros, jerseys de cuello alto, a veces visera, en fin, bastante tapado, pero sin llamar la atención. En aquellas salidas atendía a lo más urgente, que eran los alimentos perecederos que no había previsto bien (se me acabó la sal, nada menos que la sal; luego el café...), pero que ya no compraba en el súper del barrio, sino en otros que no eran los habituales de la vecindad. En fin, me acostumbré a no escuchar la música llenando la casa, cada vez utilizaba más el i pod y, a veces, la música del ordenador. Al final de la segunda semana estaba casi seguro de que había logrado desaparecer del vecindario, del barrio, para los amigos más lejanos, la mayoría de las pocas circunstancias laborales que me quedaban... Pasaba el día en casa, con un ciclo de trabajo que recorría libro, músicas, tarea domésticas, higiene personal y, finalmente, un paseo nocturno, casi siempre al filo de la media noche, que me entonaba maravillosamente, pero que  estuvo a punto de malograr mi plan por culpa de los malditos perros que el vecindario lleva a pasear también a horas intempestivas. En fin, logré pasar desapercibido. Pasadas tres semanas, la retirada se había convertido en rutina y me resultaba fácil acentuar el apartamiento cuidando detalles menores, como no acudir a la reunión de vecinos, no encender más que discretas luces indirectas por la noche y aprovechar mi paseo nocturno para llevar yo la bolsa de la basura, en vez de dejarla a la puerta. Y eso, por cierto, fue el disparadero del primer signo. 
Era por la mañana y recorría los pisos el encargado de leer los contadores de gas, que tenía la costumbre de ir llamando puertas  y voceando “¡el gas!”, sin esperar a que le abrieran en ninguna determinada...
Oí en la escaldera, detrás de mi puerta, el intercambio de frases perfectamente. La portera, que estaba limpiando la escalera:
– Ahí no llame que no hay nadie.
– Se ha ido, ¿verdad?– La vecina de la puerta de enfrente.
– Creo que estaba enfermo... –La portera otra vez. Y un vecino que bajaba:
– Pero, ¿se ha ido? ¿Vende el piso?
– Sí, bueno, ya se ha ido, estaría mal, a lo mejor... Pero ya hace tiempo, ¡eh!
– Sí, hace tiempo. Vivía solo. ¿Habrá fallecido?
Habían pasado exactamente 23 días.



[Denis Antonio]

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