El desnudo más hermoso de la pintura barroca. Eso es lo que he leído varias veces durante las últimas semanas en referencia al que reproduzco en esta entrada, mientras trajinaba con archivos de arte, cuadros, museos. Ando con dos o tres temas de contenido artístico, que enuncio por si acaso alguien puede ayudarme: sigo a la búsqueda del cuadro que pinto Guido el Boloñés del III Duque de Osuna; preparo una charla, que me han encargado en la Biblioteca Nacional, sobre la cabeza de terracota de Quevedo y sus circunstancias; intento recuperar el hilo perdido de muchas referencias artísticas e históricas del Madrid viejo, sobre lo que he acumulado gran cantidad de documentación (por eso voy al Prado de vez en cuando o a la Academia de Bellas Artes de San Fernando....)
Vuelvo al desnudo. Yo nunca entendí que pudieran provocar emoción estética que proviniera de su, digamos, belleza, los angelotes de Rubens, verbo y gracia; conozco sin embargo colegas a quienes sí que les produce un cierto efecto de ese tipo; pueden provocarme emoción pictórica o algo así, mediante un cierto desplazamiento ideológico. De manera que me he concentrado tercamente en esa dama que el pintor barroco pintó para que nos enseñara su cuerpo rosado e iluminado, apartando la cascada de su rubia cabellera hacia un lado. El erotismo en nuestra época clásica tenía sus preferencias ("soltarse el pelo", los pies desnudos en el agua, el cuello....) Confieso que la dama del cuadro tampoco me produce ese tipo de emoción, aunque el rostro que se adivina parece interesante y si me arrimo a algunas cuestiones técnicas –escorzos, gestos, colores. luz....– puedo empezar a sentir cierta sensación grata.
Habida cuenta de que damas como esta eran las que encargaban los que tenían dinero para pagar tales cuadros, y que por lo que hoy sabemos sobre mitologías, desnudos y demás, que esas representaciones se contemplaban para que la vista se regalara, la imaginación se enciendera y la perturbación erótica viniera a alegrar esta miserable existencia, habida cuenta de ello, decía, hemos de convenir que las corrientes de erotismo que la historia nos ha legado de aquel periodo (digamos: siglos XVI-XVII, en Europa) lo que hacen es trasmitirnos idearios estéticos totalmente arrumbados en el caso de las artes visuales. No tanto en otros campos, supongo: volveré el curso que viene a explicar teatro del s. XVII, uno de los espectáculos de halago erótico que en la época mejor funcionaba –por eso, precisamente, tanto éxito–: así, la contemplación de dos galanes –Casilda y Peribáñez, pongo por caso– en escena en el tablado, solos (todo un primer plano), regalándose un abecedario amoroso era uno de los platos fuertes del Peribáñez de Lope.
Y nosotros, pobres filólogos venidos a pedantes eruditos, nos fijamos en el abecedario y anotamos "el juego barroco con el lenguaje": el público se estaba fijando en los dos cuerpos humanos que exaltaban la plenitud de la pasión con sus movimientos, vestidos, gestos, palabras.... Eso sí: aquellos actores que representaban a Casilda y Peribáñez se parecían mucho más a la dama que reproduzco –o a algún Cristo, no se preocupen, eran modelos– que a los que hoy pudieran ser para nosotros motivo de imaginación sublime. Pondré las dos damas una detrás de otra, para que se vea bien; la de ahora será, obviamente una chinita o una oriental, porque yo tengo esa perversión y ya no me la pienso curar. Por cierto, ¿se han fijado lo carísimos que son los viajes a China, Corea o Japón?
Me ha salido "erostismo", y lo voy a dejar así, porque se barrunta algo ahí.

¡Ah! No he dicho, a propósito, de quién es el otro, el de marras, pero doy una pista al añadir el dibujo –esa parte del dibujo––probablemente preparatorio.
Me voy a hacer un comentario a mí mismo, en plan provocador, porque esta entrada es la más visitadas de todo el blog (¡por encima de las diez mil visitas!) y nadie ha hecho nunca un comentario. Está bien. Querrá decir que se mueve en círculos de intimidad.
ResponderEliminar