César Paternosto |
Nada de nada. Creí que esta oscuridad venía porque Clara había echado las cortinas o cerrado las venecianas o algo así, para que no entrara tanta luz como estos días pasados, cuando me trajeron; por las mañanas hasta entraba el sol y lamía parte de la cama, hacia los pies, como un perrillo fiel. Mi nuera siempre se ocupa de esas cosas, ve lo que puede ocurrir alrededor, se preocupa de lo que nadie se preocupa; mujer maravillosa, todavía no he entendido por qué Carlos y ella se separaron después de haber sido felices –o eso me decían– durante más de diez años. Antes no separábamos y se abría un océano. Ahora se separan, por lo visto, y hasta desayunan juntos. A saber lo que hacen juntos además de desayunar. Nos vamos los que no entendemos, ley de vida. Clara ha cumplido durante estos días su turno de guardia en la habitación y, haciendo gala de su nombre, se ha ocupado de luces y sombras. Se lo agradezco, no sabe cómo le agradezco que enrede por aquí, que se mueva, que de vez en cuando venga al borde de la cama y mueva la almohada y deje una mano cerca de la mía. Ahora ya no puedo mirarle, antes le seguía con los ojos para que viera que sabía lo que estaba haciendo, que recibía las discretas maniobras de su cariño; ahora me tengo que concentrar en llevar el ritmo de la respiración, que se ha ido espaciando, espaciando, y ya no puedo traer aire de ningún sitio. He cerrado los ojos y me he concentrado, por instinto quizá, en alimentar mis pulmones, que hoy por la mañana me han intentado limpiar dos enfermeras despiadadas. No tuve fuerzas para decirles que me dejaran en paz. Resistí. Cerré los ojos y resistí, sabiendo que aquello iba a terminar, como ahora que sé que va a terminar, aunque todavía oigo un runrún de voces alrededor. Distingo solo las agudas de las graves y quizá el timbre frágil de Almudena, su voz de niña que va diciendo cosas sin percatarse, probablemente, de que este año ya no le regalaré nada cuando cumpla los cinco años. De vez en cuando le mandan callar –sin duda que su madre, Antonia, que estará ejerciendo de madre de todos, papel que ha asumido en esta vida, qué le vamos a hacer. Tuve una hija que ha sido desde pequeña como una matrona, que atravesó la niñez y la adolescencia sin enterarse de para qué se tienen esos años. No se lo explicó su madre, demasiado metida en corsés sociales, y no me atreví a decírselo yo, porque pensé que no era misión de padre. Y ahora, mírala, escondió lo que se suele llamar felicidad detrás de un montón de tareas insulsas, vacías; la vida convertida en hojarasca. Ya no le puedo decir nada, ¿para qué? Los árboles adultos no de pueden moldear. Y además, ya no puedo, no puedo hablar; ya no puedo mirar; solo oír al fondo un rumor de voces continuas y un timbre infantil. Si lo intentara, a lo mejor podría todavía distinguir alguna palabra, alguna frase, decir que sí o que no, preguntar con un quejido, esbozar un gesto; pero ya no puedo. Me he asomado al borde de algún lugar en donde no veo nada de nada, solo silencio sin color y espacio sin dimensión. Ahora ya he debido dejar de hacer fuerza para alimentar el hilillo de vida que me quedaba, siento que me mantengo en vilo durante unos segundos, y todavía pienso y miro hacia la oscuridad. ¡Con qué rotundidad el abandono y la calma y el sosiego! ¡Con qué evidencia se apaga todo! ¡Cómo se entrega uno por fin a esta verdad! ¿Cómo vamos a poderlo decir? ¿Quién va a contarlo?
[Denis Antonio]
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