El ritmo del tiempo tiene sus marcas peculiares, desde las externas, naturales y universales hasta las menudas y familiares, e incluso hasta las particulares. Una mezcla de las naturales y las culturales –creadas por los grupos sociales– procede de las pautas de la alimentación: son naturales porque van unidas a cosechas y tiempo, de manera que ahora empezamos a comer fresas y espárragos, porque ahora se recogen, y aceptamos que el frutero nos diga eso de “las mandarinas ya vienen caras”; pero el tiempo impone también otros hábitos: legumbres en invierno; ensaladas y gazpachos en verano; etc. Cosechas, tradición y cultura, elementos con los que uno puede jugar, hasta cierto punto, aunque siempre habrá quien se tome un buen cocido montañés en el mes de julio y un salmorejo mirando la nieve.
El ritmo del mercado y de la tradición trae, en los alrededores de la Semana Santa, cuando se barruntan primaveras, entre otras cosas, potajes y torrijas. A mí no me gusta dejar pasar ese tiempo sin pagar tributo a esa tradición –y también saltármela de vez en cuando–, de manera que he andado husmeando cómo son los potajes de estos días. En los restaurantes y casas de comidas de Madrid es frecuente verlos anunciados como componente del menú diario; y si se prueban, parecen todos iguales y todos diferentes.
Los componentes básicos son siempre: garbanzos, espinacas, bacalao y huevo. Y su tratamiento católico es prácticamente siempre el mismo. Garbanzos –yo utilizo pedrosillos– en agua durante 24 horas, compensar la cocción si se ponen menos tiempo. Bacalao desmigado desálándose durante al menos 36 horas, cambiando el agua cada seis o siete. Espinacas naturales o preparadas –dicen que son mejores las congeladas que las de frasco.
Los garbanzos que han guardado la penitencia del agua se acompañan de tres veces de su volumen con agua y se hierven, puede ser en olla, claro. Ya en el momento de hervir los garbanzos hay quien empieza a personalizar el potaje; yo suelo hervir un huevo entero (seis minutos) antes de cerrar la olla, lo que hago cuando saco el huevo y lo aparto para que se enfríe. Trascurridos un mínimo de treinta minutos se templa y se destapa la olla. En el mientras tanto se ha puesto una sartén cubierta de aceite y se ha dorado un ajo (hay otros que no lo hacen y también quienes pican dos o tres ajos; todo eso va a sabores más tarde), cuando se ha dorado, en ese mismo aceite se fríen dos buenas rebanadas de pan –puede ser duro, que absorberán casi todo el aceite de la sartén. Todo ese refrito –pan, ajo, aceite, etc.– se echa en un mortero o, mejor, en una fuente grande, en donde se va a preparar el corazón del potaje, la mezcla que va a suministrar consistencia y sabor al plato. Los distintos artífices de tan delicado manjar juegan ahí su mejor partida: he visto quien echaba langostinos, gambas, almejas, rehogados varios, ajitos tiernos, trozos de morralla.... La mezcla simple consiste en:
la yema del huevo que se hirvió, la mezcla de pan frito en el aceite de ajo, dos o tres cucharones del caldo de los garbanzos, un cucharón de lo garbanzos cocidos, una pizca de vinagre. Todo machacado hasta que se convierta en masa.
Finalmente, a la olla se añade la clara dura del huevo cortada en pedacitos, las espinacas en porciones no muy grandes, el bacalao desmigado –y solo entonces se hace la prueba de la sal– y, como última posibilidad, un tomate roto.
Se vuelve a hervir hasta que el garbanzo esté blando.
Las torrijas, otro día.
Qué buen cocinero es usted. No diré que tengo complejo porque desde los quince sabías que la cocina y la comida no era lo que más me atraía de la vida! Pero vaya, que no me guste cocinar no quiere decir que no disfrute de la buena comida...
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