Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

Amigos, colegas, lectores con los que comparto el cuaderno

miércoles, 23 de marzo de 2011

El senador

Le tenía ya un poco sin cuidado a estas alturas que le hicieran llegar el enésimo reportaje o chismorreo sobre su decadencia política, por “corrupción”, que cuando se leía despacio consistía en que se había ido a vivir con una peluquera, cuyas actividades, y eso había que adivinarlo por las insinuaciones, se financiaban de modo oscuro. ¿A qué actividades se referirán? El párrafo estaba tan mal redactado que no se sabía si el posesivo se refería a la peluquera o al senador; y eso era algo que le repugnaba, que un periodista no supiera ni siquiera expresar lo que quisiera con un mínimo de propiedad. De manera que tiró el semanario, que venía con el diario, con desprecio en la mesa e hizo un repaso mental de las corrupciones que hubieran podido sacarle de esta relativa miseria a que le había condenado el retiro. Nunca había vendido nada, pensó, pero la verdad es que as estas alturas tampoco le quedaba nada que vender; mejor dicho, nadie querría comprarle lo que hubiera querido vender: influencias, amistades, relaciones, publicidad, ideas.... Podría vender historias de las que sí que parecen pagarse bien: famoso senador socialista, caído de las últimas listas por su oscura relación con una peluquera, doctor el leyes, ensayista de prestigio, algunos de cuyos libros se han traducido a cuatro o cinco lenguas, conferenciante en casi todas las universidades de este país y de algunas de las más afamadas de fuera, etc. se compra unos vaqueros de la talla cuarenta y cuatro, una camisa subida de tono XXL y espera en una habitación de su pisito madrileño de Moratalaz la llegada de la peluquera –después de una larga jornada de trabajo– para acompañarle a la habitación y sublimarse –creo que el verbo está bien elegido– mientras ella se quita la ropa para darse una ducha. El momento más dramático –bueno, aquí el vocablo no es el más adecuado– suele ser aquel en el que, después de volar el jersey por encima de la cabeza, y desabrocharse la blusa o camisa, Andrea, la protagonista o peluquera, se lleva las dos manos a la espalda para soltar el sostén, y en ese momento y en los que siguen inmediatamente, el abultamiento de los pechos y su liberación irrumpen en la vida del senador, bastante entrado en años, que navega por sus delicias visuales a la buena de dios. Me río yo de las votaciones de Zapatero, de las insinuaciones sobre la Chacón, de los modales del pp.... Nada, nada, nada sustituye aquella secuencia, a aquel oasis de mi existencia, a aquel hallazgo de la materia fundacional, que puede o no puede estar seguida de todo tipo de escabrosidades. ¿Habrán querido decir “corrupción sexual”? Hombre, ese hartazgo visual, seguido de una clarísima exhibición de plenitud corporal de Andrea y, no tantas veces como quisiera, de un adelanto de zalamerías para después de la ducha, no deberían interpretarse como corrupción. ¿Me darían algunos miles de euros para poder viajar estas vacaciones si yo les contara el detalle, como hacen tantas gentes en este país? El detalle, el detalle. La peluquera tiene treinta años menos y el senador no siempre puede sosegar sus ansias (hay que notar que este “sus” también es ambiguo), lo que remedia Andrea dando algunos pasos de baile delante mientras se levanta la falda o se quita el pantalón –bien se entiende que según se hubiera vestido– y al tiempo que le tira las bragas a la cara y se aproxima, canturrea: “¿Qué te pasa, pequeñín?”, frase que termina acunando en el óvulo de sus manos al pequeñín hasta elevarlo a sus besos. Y otra vez el "sus" ambiguo. Ya lo decía yo cuando hablaba en la cámara alta: "¡Qué falta de precisión, señorías!". Esas historias venden, sobre todo si se saben hilvanar bien con las esferas públicas y se traza un fondo o bien sórdido o bien mercantil o bien político, siempre embadurnado con incisos o reflexiones que remitan al mundo del desorden sexual.
La cuña indefectible de la posesión, la maldita posesión capitalista, de la que tanto me ha costado librarme –todo se lo fueron quedando las mujeres a las que amé o la causa política por la que anduve trajinando– solo me ha dejado ese rescoldo, que ahora, en un gesto final de hastío, en un nomedalagana rotundo, me hace conservar, guardar, disfrutar para mi solo de esa última, corrupta, gozosa posesión: el pecho de Andrea, avanzadilla de una marea de felicidad que esta vez no voy a compartir con nadie. 

El senador ha oído ruido en la puerta de la entrada, y deja en la mesa también el libro que le había caracoleado las ideas aquella tarde, el de Richard Macksey y Eugenio Donato sobre Los lenguajes críticos y las ciencias del hombre; según se había dicho con frecuencia, divagaba esa antología crítica en un campo en el que él era autoridad. La autoridad se pone las gafas –es miope, lee sin ellas– y mira hacia la puerta, porque no se quiere perder lo que viene. Andrea ha entrado, como siempre, hablando y cantando en la casa: la ve cruzar por el vano de la puerta en dirección hacia la habitación; sigue hablando y hablando; le ha debido extrañar el silencio del senador, sentado en el salón, más bien salita, del piso que comparten en Moratalaz;  quizá por eso luego vuelve y se asoma, le mira y le dice algo; el senador no contesta; Andrea se sonríe y entra decididamente, lleva ya las dos manos detrás y la blusa desabrochada. Mira. Solo un momento se cruzan las miradas. Y se acerca.
–¿Qué te pasa pequeñín?


[Denis Antonio]

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