Todas las mañanas, todas, se asomaba al ventanuco del cuarto de aseo, que iba a dar, en abierto, a la parte de atrás del bajo donde vivía, el único lugar desde donde se podía ver cielo lejano, nubes, aire, porque la habitación y los rincones de la cocina se iluminaban con un respiradero alto de la habitación, que daba al patio interior de la casa, ya de por sí bastante estrecho, incluso para los pisos altos. De manera que había adquirido el hábito de levantarse e ir al aseo y quedarse mirando el ventanuco, al cuadro del paisaje celeste, mientras dejaba sonar el viejo aparato de radio, en la casete, la música aquella que le habían grabado, y a la que había acabado por acostumbrarse de tal modo que el cuadro del cielo y aquella música –duraba unos tres minutos– eran situación de obligado cumplimiento que, cuando no lo hacía, le causaba malestar, y cuando allí iba y se quedaba mirando y oyendo, ya se podía arrastrar el día a lo que quisiera, que ella, Antonia, se sentía, no feliz, feliz exactamente no, pero sí cumplida, en su lugar, haciendo lo único que realmente sabía que podía hacer, sobre todo desde que, con eso que llamaban jubilación, no necesitaba ir a limpiar escaleras, colegios, cuartos de baños...., que había sido trabajo habitual durante –¿cuántos?– quizá durante los últimos treinta años, si se exceptúa el tiempo que duró la enfermedad de Jose, larga, penosa, enigmática, una procesión por ambulatorios, que terminó por dejarle sola con el único hijo, Jose, que entonces, más o menos entonces, empezó la travesía de las drogas, de la que se despidió poco después, con una sobredosis; eso dijeron.
Cuando su soledad se asentó, aquella rutina se le hizo casi tan necesaria y simple como el dormir, levantarse o comer. Dedicaba esos tres minutos a escuchar aquella música y a mirar las formas cambiantes del cielo: recorría entonces cuidadosamente su memoria para jugar con Jose, un niño precioso, volverle a llevar al parque, asombrarse de cómo iba hablando, hasta sentir esa sensación de fuga cuando alcanzó la adolescencia, que ella suplía con todos los tipos de cariño que podía imaginar, extraños oasis de cariño en medio de la discusión que padre e hijo mantenían ya casi a diario y que a ella le atormentaba, hasta el punto de cerrar puertas y ventanas, no les fueran a escuchar desde la única ventana de la casa que se veía desde el ventanuco: pertenecía a la vivienda de ese señor educado, serio, que se limitaba a saludarle con una discreta sonrisa.
¿Y esa música? Para ella era una música extraña y desconocida que jamás había oído mientras trabajaba con sus compañeras o cuando el hijo, Jose, en los días que estaba alegre y sereno, le colocaba los cascos de un cd que ella no sabía manejar; tampoco era la música alegre y de bailoteo que le recordaba la juventud, ni la usual en la radio.... Al principio, acompasada al reloj de la radio, dejaba que sonara por inercia, no le desagradaba, tampoco hubiera podido decirse que le gustara o que se fijara en ella, no: sonaba, sonaba algo como una melodía insustancial, quizá de flautas, y luego se extinguía. Ella misma se sorprendió por su propio desasosiego el día que a la casete no le dio la gana de sonar; la desazón le duró un par de días y se solucionó de la manera más tonta que imaginarse puede.
– Ya no escucha la música de todas las mañanas....
–Ay, ay, ay... mire usted, cuántas veces he pensado que le podía molestar... ¿y por qué no me lo dijo antes? Su ventana está un poco más arriba, pero la verdad es que está muy cerca...
–No, no, no.... si no me molesta, nunca me ha molestado, al contrario, casi me había habituado a despertarme con ella....
La breve conversación se prolongó un par de minutos, al cabo de los cuales aquel señor tan serio y amable, el vecino de la ventana, le escribió algo en un papel y se lo entregó sonriente. Antonia fue aquella misma mañana a los grandes almacenes y dio bastantes vueltas hasta que la dependienta, a la que había enseñado el apunte del vecino, con cara de complicidad le entregó un CD que costaba 14 euros. Muy caro para sus 400 euros de pensión, pero lo compró.
– Pero si solo dura un rato, y esto dura más de una hora...
– Es el primer corte, dura aproximadamente eso...
El viejo CD de Jose funcionaba todavía. Aquella mañana de diciembre le había costado mucho al sol librar la batalla del horizonte, y al fin había enrojecido el cielo. Antonia recordaba la primera vez que Jose subió a la bicicleta, con ruedines, claro; su cara de felicidad extrema, intentando desprenderse de los brazos de su madre que temía que se cayera y, al fin, serpenteando como un loco entre los otros niños. Tres minutos le duró la carrera, mientras sonaba la música de siempre. A Antonia no le había interesado leer la carátula de aquel disco tan caro, del que solo iba a escuchar el primer corte, además no entendía que era eso de BWV 106, Gottes Zeit die allerbeste Zeit.
[Denis Antonio]
De nuevo un gran relato corto, en total tres vidas en tan poco, ¡enhorabuena! y muchas gracias.
ResponderEliminarUn perfecto relato energizante, con la cuota necesaria de melancolía y adecuación al mundo (que a veces podría llamarse felicidad), para leer como desayuno.
ResponderEliminarGracias.
Soy nueva aquí ¿quién es AIB? ¿Todas las entradas del blog son de la misma mano o no?
Julia, yo no sé cómo se ha puesto ese AIB al comienzo de las entradas, ¿alguien sabe cómo quitarlo?
ResponderEliminarTampoco se sabe muy bien si todas las entradas son de la misma mano o no.
La verdad es que todo esto va muy desordenado, ¿no?
Yo, como responsable de muchas cosas de las que pasan por este cuaderno, pienso que hay demasiados comentarios anónimos (¡más los correos que recibo!) y que así no hay modo de mantener una charla.
Bienvenida, Julia.