Ocurre que algunas veces la complejidad de la investigación, o la acumulación de datos, acarrea incluir en el resultado final errores u otros necesitados de matización; a veces esos errores no repercuten en la exposición final o se les puede dejar pasar; en otros casos, sin embargo, colea la mala conciencia de que el dato suministrado puede reaparecer sabe dios dónde confundiendo a otros estudiosos o tergiversando la realidad histórica. Creo que en estos casos hay que enmendar y corregir lo mejor posible, desde luego; y me parece que estos nuevos modos de vocear públicamente –blogs, fancines, etc.– facilitan la rapidez y efectividad de la tarea.
De entre las últimas veces que me ha ocurrido esto, dos datos hay que querría enmendar: el uno totalmente, el otro para matizar.
El que necesita enmienda es importante para quevedistas, sobre todo para los que me escucharon en una charla en el Instituto Cervantes de Nueva York hace poco; o con los que hablé en la universidad de Palermo, con motivo de un encuentro sobre mecenas en el Siglo de Oro. En ambos casos aduje como hito de una exposición sobre poesía cortesana –simplifico, las charlas eran distintas– que en 1635 Quevedo todavía escribía epitafios belicosos a favor del Duque de Osuna, su amigo y protector, muerto diez años antes (en 1625). El testimonio para mí claro era el autógrafo de un epitafio que el escritor borrajeó en las guardas de una edición de Píndaro.... de 1635, ese era mi argumento, que procedía de un investigador anterior que así lo había difundido. Lamentablemente la cronología de la poesía de Quevedo, estupendamente establecida por Crosby en una publicación de 1967, no incluye este epitafio, al que dedica, sin embargo, unas páginas iniciales del mismo libro (En torno a la poesía de Quevedo) y que incluso transcribe –sin citar nunca el año de la impresión de Píndaro. Varios trabajos anteriores, sin embargo, suministraban fechas distintas, aunque era correcta la de 1525 que daba Manuel Fernández Galiano en un artículo de 1945 (en la RBAM). En la exposición final que hice, en lugares lejanos, no pude desenredar el problema. La historia de la noticia venía envenenada desde de que Cayetano Rosell (1874) dio noticia del hallazgo, ya que ni Fernández Guerra (su edición es anterior) ni Janer (que dijo que iba a publicarla) terminaron por editarla, y sí lo hizo, precariamente, Astrana.
Así las cosas, de vuelta a Madrid, resolví la confusión del modo más sencillo y para siempre. En la Biblioteca Nacional de Madrid –en donde trabajo habitualmente– pedí el impreso (R. 642): la edición es de 1525 (Basilea, Andrés Cratandro) y el texto de Quevedo, efectivamente, se está "desvaneciendo". Punto. Afortunadamente en la versión escrita que he enviado para las actas de la reunión de Palermo y de Nueva York el dato va ya corregido.
El problema muestra muy a las claras la seguridad que da trabajar con fuentes primarias y originales; lo que no siempre es posible, soy consciente.
Segundo caso: el de la boda de Felipa de Espinosa. En esta ocasión es una enmienda de tipo contrario, ya que en este mismo blog me he atrevido a añadir un documento del AHPM que en una recensión global (La familia de Quevedo. Setecientos documentos inéditos) que publicamos Crosby y yo hace años se daba a esa Felipa de Espinosa como homónimo de la abuela de Quevedo. He vuelto a verlo y a transcribirlo totalmente y a considerar despacio lo que dice y sus circunstancias: es difícil que haya otra persona del mismo nombre y en la corte de Felipe II, trabajando también en Palacio, con las fechas tan ajustadas. Abriré nueva nota de investigación sobre esta noble dama, que vestía a la reina en su cámara y que consiguió para su nieto, Francisco de Quevedo, que su señora le pagara los estudios en Ocaña, con los jesuitas.
Y que queden las dos enmiendas.
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