Las notas en los cuadernos de pantalla, como este, se benefician de la necesaria concisión que las trae desde sistemas y digresiones, y se malefician de que, a veces, la argumentación resulta escasa. En lo que sigue, verbo y gracia, quisiera matizar de nuevo y aun más conceptos que resultan clave y que atañen, no solo a mi campo de actividad –qué más daría– sino a la labor docente y al necesario ejercicio de conceptualización que intento limpiar, esclarecer, mover de cara a alumnos, discípulos, clases, etc., ya que, cuando salta a “opinión” y se difunde por los llamados “medios”, pongo por caso, con el aura de la autoridad que a veces va pegada a nombres y discusiones, puede llegar a confundirles de muy mala manera.
Así ocurría con la famosa distinción arte/realidad, de lo que fue cuestión en la página que se cita abajo, y que intenté explicar de manera más profunda, es decir, con mayores implicaciones sociales, una vez que la distinción, ejemplificada en dos o tres casos sonados, se había hecho en un laboratorio que dejaba fuera demasiadas cosas. Recuerdo que la discusión ya se había planteado –socialmente– con una novelista a la que se acusaba de “violencia de género” por lo que contaba y cómo lo presentaba en una de sus obras; recuerdo que volvió a levantarse la polémica a propósito de Sánchez Dragó y sus efluvios hacia las jovencitas; y recuerdo haber aireado entonces –por acudir a ejemplo por antonomasia– el caso de Sancho Panza, que se creía todo lo que estaba impreso. Podríamos encargar unas cuantas tesis para historiar este lugar común.
Me salta ahora y nuevamente la polémica a propósito de un artículo de El País sobre el tabaco, del juego de réplicas, de la intervención de la propia redacción del periódico a partir de la defensora del lector y de la recolecta que –es lo último– leo hoy de Ignacio Echevarría en El Cultural de El Mundo. Al menos hemos ido progresando: del ingenio que no se merecía el hueco en el periódico, a los lectores que comulgan con identificaciones que no hubieron de hacer, réplicas del autor, que se ve que tampoco tiene muy claro el campo, hasta las argumentaciones “oficiales” del propio periódico que muestra, una vez más, la ínfima calidad de uno de nuestros periódicos de mayor alcance, El País, que es lo que, si llega a lectores poco avezados, puede causar mayor daño y añadir leña a un fuego que solo ellos han prendido.
En resumen se trata de no confundir al autor con lo escrito, siempre que se dé una situación que se puede definir como “literaria”, es decir, con posibilidades de añadir elementos ficticios: lo cual nos permite ir a ver películas policiacas, por ejemplo, sin encerrar en chirona a su director o a su guionista.
El rapapolvos que Ignacio Echevarría atiza a la mediocridad de El País, en este aspecto,
es más que razonable y hubiera podido ser espectacular, pues la sobredicha defensora termina por una melopea apoteósica que es todo un paradigma de la ignorancia. Tampoco se puede esperar mucho de los montajes de Francisco Rico, mi simpático colega, buen historiador de la literatura, pero que cuando saca los pies del plato no alcanza a decir mucho más de lo que los textos dicen. Tampoco es su función, digamos en su defensa.
He de insistir por tanto en lo que decía en:
Así ocurría con la famosa distinción arte/realidad, de lo que fue cuestión en la página que se cita abajo, y que intenté explicar de manera más profunda, es decir, con mayores implicaciones sociales, una vez que la distinción, ejemplificada en dos o tres casos sonados, se había hecho en un laboratorio que dejaba fuera demasiadas cosas. Recuerdo que la discusión ya se había planteado –socialmente– con una novelista a la que se acusaba de “violencia de género” por lo que contaba y cómo lo presentaba en una de sus obras; recuerdo que volvió a levantarse la polémica a propósito de Sánchez Dragó y sus efluvios hacia las jovencitas; y recuerdo haber aireado entonces –por acudir a ejemplo por antonomasia– el caso de Sancho Panza, que se creía todo lo que estaba impreso. Podríamos encargar unas cuantas tesis para historiar este lugar común.
Me salta ahora y nuevamente la polémica a propósito de un artículo de El País sobre el tabaco, del juego de réplicas, de la intervención de la propia redacción del periódico a partir de la defensora del lector y de la recolecta que –es lo último– leo hoy de Ignacio Echevarría en El Cultural de El Mundo. Al menos hemos ido progresando: del ingenio que no se merecía el hueco en el periódico, a los lectores que comulgan con identificaciones que no hubieron de hacer, réplicas del autor, que se ve que tampoco tiene muy claro el campo, hasta las argumentaciones “oficiales” del propio periódico que muestra, una vez más, la ínfima calidad de uno de nuestros periódicos de mayor alcance, El País, que es lo que, si llega a lectores poco avezados, puede causar mayor daño y añadir leña a un fuego que solo ellos han prendido.
En resumen se trata de no confundir al autor con lo escrito, siempre que se dé una situación que se puede definir como “literaria”, es decir, con posibilidades de añadir elementos ficticios: lo cual nos permite ir a ver películas policiacas, por ejemplo, sin encerrar en chirona a su director o a su guionista.
El rapapolvos que Ignacio Echevarría atiza a la mediocridad de El País, en este aspecto,
es más que razonable y hubiera podido ser espectacular, pues la sobredicha defensora termina por una melopea apoteósica que es todo un paradigma de la ignorancia. Tampoco se puede esperar mucho de los montajes de Francisco Rico, mi simpático colega, buen historiador de la literatura, pero que cuando saca los pies del plato no alcanza a decir mucho más de lo que los textos dicen. Tampoco es su función, digamos en su defensa.
He de insistir por tanto en lo que decía en:
http://hanganadolosmalos.blogspot.com/search?q=Aguirrehttp://hanganadolosmalos.blogspot.com/search?q=Aguirre
En donde por lo demás terminaba con “ya seguiremos (y esto es lo que sigue), después del párrafo final:
La libertad artística que se proyecta desde la imaginación produce un resultado a modo de “hecho artístico” (en realidad “discurso”, pero bueno), que se origina y va a una determinada formación social en donde va a cumplir una función “real”; es competencia del artista no solo la creación de aquel objeto sino la valoración en términos de conducta –indivual, social, histórica, etc.– de su impacto. Resortes y resultados de la creación son raseros adecuados que pueden intervenir en el proceso.
En aquel lugar se explica con más detenimiento. Aplicado a nuestro caso, cierto es el paradigma que separa arte-ficción de lo que no lo es, pero no produce los resultados que el autor del artículo –Rico, por ejemplo– presume, ya que cualquier obra –y las de arte también, desde luego– pasa a ser “objeto real”, valga la paradoja, y a integrarse en la formación social del momento. No hay que rasgarse las vestiduras por la reacción de lectores, a los que hay que razonar correctamente: no vale con señalarles como ignorantes.
Es que ya eso de llamarse o de pretender ser "defensora del lector" tiene huevos, con perdón. Qué necesidad tengo yo de que me defienda esa señora con sus necedades?
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