Némesis es el nombre coloreado que puso a la tienda, al comercio, yo creo que sencillamente pegando un papel pintado o fotocopiado, algo muy rudimentario, muy sencillo. Todo era sencillo: el espacio de unos quince metros, rectangular, lo había llenado con dos hileras de cajones a cada lado, dos estanterías de cajones corridos y en cada cajón había, en los de la izquierda, frutas; en los de la derecha, verduras y hortalizas. Géneros más difíciles de definir en la tradición de las fruterías madrileñas se amontonaban en un espacio que había detrás de una mesa cubierta de un hule, a la entrada, donde estaba el peso y las bolsas para meter la compra. Aunque me llamó la atención su simplicidad la primera vez que entré y lo vi, luego he observado que es el mismo prácticamente que el de todas las fruterías abiertas y regentadas por magrebíes en Madrid.
Era sumamente agradable, afable, sin llegar a ser servicial, creo que era de una naturalidad amistosa que no necesitaba de ninguna pose, de ningún esfuerzo, y que acompañaba con una manejo del español correcto, lento, acertado en el tono, incluso cuando tardaba en salirle una expresión o algún término, que casi siempre encontraba. No sé cómo se llamaba ni dónde habría aprendido ese español correcto que, sin duda, iba a poder mejorar a poco que siguiera hablando a los clientes, con esa mesura y ese cuidado que le caracterizaban, porque además era muy joven, quizá no había llegado a los treinta.
Empecé por comprarle lo más sencillo o lo que exhibía en dos o tres cajones justo a la entrada, en la acera, que solía ser la fruta de temporada más barata: fueron mandarinas y naranjas mucho tiempo; las mandarinas se vendían –como en los puestos de fruta franceses– con algunos ramos verdes prendidos, una moda que se va extendiendo y que nunca existió entre nosotros. De allí también compré níscalos, al final del otoño, muy baratos; y me ofreció que si terminaba la caja –quedaban pocos– me los dejaba a la mitad. Le comenté que eran muchos para mí. Sonrió mientras me ponía los 200 gramos y me advirtió que las mandarinas que estaba eligiendo no eran las mejores, que las otras, más feas y ligeramente más caras, merecían la pena. Pesó todo y me regaló perejil, que es un signo de buen frutero. No sé si supe estar a su altura.
En otra ocasión lloró un niño –un bebé, sin duda– en la trastienda; sonrió con paciencia, me miró con complicidad y se fue detrás de la cocina del fondo, hasta que el llanto cesó. Por eso supe que debía de estar casado y que tenía, al menos, un niño muy pequeño. Nunca vi a la mujer, quizá trabajaba en otro lugar.
Hablaba sobre las circunstancias de la compra durante el breve tiempo que uno estaba en aquel lugar sobrio y limpio eligiendo la compra, por el sistema que ahora ya se ha generalizado de coger bolsa y guante de plástico y llevarle a pesar lo que se ha seleccionado; aunque la gente mayor, sobre todo las mujeres, siguen sencillamente "tocando" la fruta para ver su grado de madurez. Cuando había varios clientes –pocas veces– , él miraba a hurtadillas y sonreía pidiendo la comprensión de los otros. Creo que fue en una de esas ocasiones cuándo le pregunté que cómo iba la cosa, que cómo iba el negocio, nuevo. Movió la cabeza, pero sin dejar de sonreír. Iba regular tirando a mal, pero desde que abrió el chino al comienzo del bulevar, hacia doctor Esquerdo, se estaba quedando casi sin clientes. No se podía competir con el chino, me dijo: ya no quedaba margen.... y había que pagar al Ayuntamiento. "¿No se lleva calabaza?". Me la había llevado la última vez. No, esta vez no; cogeré judías verdes.
Las últimas veces recuerdo que hacía muchísimo frío y que él estaba sentado en el fondo de la tienda, quizá vigilando el interior, y se levantaba cuando entraba alguien. Apenas tenía clientes, a juzgar por lo que yo veía, y los pocos que entraban eran de los que seleccionaban mucho, demasiado quizá: las golden francesas caras no se vendían, la gente se tiraba a las pequeñitas; los aguacates estaban o muy maduros o verdísimos; las naranjas a granel no podían competir con los precios de los grandes supermercados, que sin duda las traían por camiones.... Él movía la cabeza cuando pesaba, cerraba la bolsa y entregaba el género, casi siempre insinuando al final que si no nos llevábamos peras, limones, lechugas....
Al bajar al metro por el bulevard desde entonces siempre miro, en la acera de enfrente, como a unos veinte metros, la frutería del chino, la verdad es que con bastante movimiento de clientela; aunque nunca he entrado en ella.
Hoy, a la vuelta a casa, he visto la frutería cerrada y un cartel de "Se vende o alquila" sobre el cuadro de colores que anunciaba "Frutas y verduras. Némesis". Némesis, una diosa de la justicia distributiva, ¿sería el nombre de la novia, de la mujer....? Si tampoco sé cómo se llamaba él.
"El chino que ha abierto algo más abajo...."
[Denis Antonio]
[Denis Antonio]
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