Hace poco en El País un jugoso artículo de John J. Healey (2 de agosto, “La Cuarta Página”) con el título de “El problema más grave del cine español”, enlazaba aspectos del cine español actual con los modos expresivos habituales la sociedad española, y al realizar ese enlace juzgaba y valoraba en terrenos, circunstancias y modos de sumo interés, a mi modo de ver, para la comunidad hispanohablante.
Es difícil perfilar exactamente el enunciado del problema y su incidencia sobre campos distintos: ante todo, el autor adopta la perspectiva del cine, o mejor todavía, de la representación mediante el lenguaje y su contexto semiológico: cómo se dice y al decir se actúa en cine, teatro y cualquier otro tipo de representación (es decir: lenguaje secundario, en función no comunicativa directa, sino artística o imitativa). Al mismo tiempo enuncia que al tratar de ser “natural” esa representación se modelaba según los modos naturales o sociales de decir y actuar en la sociedad española. Finalmente, señalaba que la peculiaridad de esos modos llegaba, por vía de la naturalidad, a la representación (cine, teatro) y perjudicaba profundamente la calidad del producto cinéfilo o dramático. Como se ve, demasiadas cosas y demasiado importantes para que se traten, modestamente, en una entradilla como esta y quizá en una página de un periódico tan irregular y arbitrario como El País, aunque sea con dignidad y solvencia, como hace el autor; pero uno hace lo que puede y reconozco en ese campo un lugar de batallas que he peleado, yo también, durante cuarenta años al menos, en casi todos los niveles de la docencia. Y una pelea que sé que he ido perdiendo.
Vamos por partes y de modo sencillo. Los modos sociales de hablar, en efecto, pueden extenderse y profundizarse de manera tal que sea posible reconocer el grupo social, la marca histórica, la comunidad lingüística, etc. a la que pertenece el hablante. Yo suelo distinguir, con pocas posibilidades de equivocarme si se me da materia suficiente, los modos de hablar de un político, de un adolescente, de un francés, de un italiano, de un andaluz, de un actor dramático... El conjunto de datos lingüísticos y semiológicos (gestos, movimientos, etc.) de un hablante pueden, en esos casos, definirse. Los políticos, por ejemplo, y de modo harto fácil, por los procedimientos de entonación sobre comienzo de frase y no de palabra –entre otros muchos– con que destrozan o desvían su expresión natural. Me salen bastante bien las imitaciones de los modos de hablar damas francesas, entregando a quejidos y suspiros el “sí” y el “no”, verbo y gracia. Y eso sin entrar en jergas, como las judiciales o las periodísticas (“... los eventos obsoletos que solapan las tareas a realizar....”). Distingo con meridiana claridad cuando se trata de un diálogo de una secuencia teatral de cuando se trata de una reproducción del diálogo de una situación real.
Pongamos que existen unos modos lingüísticos y semióticos que caracterizan el habla “nacional”, por llamarlo con un adjetivo estigmatizado, y más aún, “castellana”, y que ese es el modo generalizado y, por tanto, históricamente “natural” que caracteriza la expresión carpetovetónica. El cinéfilo señala, a continuación, que los rasgos que caracterizan ese modo de expresión, cuando se llevan a pantalla, perjudican la expresión artística, ya veremos por qué. En principio no puede ser el silogismo: si esos rasgos son de verdad los que caracterizan los modos de hablar y de actuar y si se trata de conseguir la naturalidad, lo normal es que se traspasen con pocos cambios a la pantalla. Otra cosa es que los rasgos típicos de la expresividad colectiva, sean, por ellos mismos, criticables desde otros parámetros: el autor habla de “fanfarronería”, adustez, etc. Se podrían añadir más. Mis alumnos hispanoamericanos, los mexicanos por ejemplo, hablan de la sequedad agresiva del español coloquial. Desde luego como mejor se aprecian es cuando se viene de fuera, cuando uno pasa tiempo en otra comunidad lingüística.
El cine, continúa señalando, ha recogido esos rasgos. Ya hemos visto que es lo normal, si se trata de naturalidad. Me voy a apresurar a señalar, sin embargo, que no es así en todos los procesos artísticos en los que funcional el lenguaje como soporte. El caso del teatro es especialmente llamativo: el lenguaje dramático es otro, no tiene nada que ver con el lenguaje coloquial o comunicativo, se cubre inmediatamente de una sobredosis tonal y articulatoria que lo configura como “afectado”. Añadiré, pero puedo discutirlo, que es uno de los rasgos que lastra el triunfo del teatro en los niveles, ya que de ello se trata, del cine. Ahí sí que existe una extraña herida lingüística, analizable, desde luego.
Lo que viene ahora en la discusión es difícil de enunciar: qué tipo de lenguaje y de actuación es la que debe aparecer en el cine españolo que apuesta por el realismo o la naturalidad. Porque la crítica del autor, cuando se le lee bien, no es contra el cine español y sus maneras, es realmente contra el modo de ser, hablar y actuar de la sociedad española, cuestión mucho más compleja, más triste, más difícil de abordar, en la que podríamos encontrarnos, para seguir hablando, con Bisbal, Manolo Escobar, los programas nocturnos de muchas televisiones, el papel de la educación, etc. al fondo. ¿No les parece?
Luego, quedan detrás muchas cosas mal tratadas, que no se han de dar por buenas, y que pasan por aquella escena memorable del Viaje a ninguna parte, cuando Fernando Fernán Gómez, viejo actor de teatro en la peli, hace la prueba para un breve papel de actor de cine (“¡Señorito...!”). Y por la calidad expresiva de muchos de aquellos aspectos que contemplados en panorama y desde el cine japonés parecen salir maltratados, mientras Cervantes nos escucha.
Lo que parece un despropósito, al menos tal y como se enuncia, es lo de que “La lengua española tal y como está expresada en España no casa bien con el cine”, juicio que luego se prolonga en observaciones como “observar cómo la gente habla y se relaciona entre sí”, “la gran mayoría de los españoles utiliza frases hechas acopladas con un lenguaje corporal que impregna generaciones y regiones”, etc. Idea que de un plumazo borra registros personales, contextos diferentes, matices de edad y cultura, etc. no puede ser correcta, algo se ha pasado por alto en argumento tan infantil, que puede que venga de otro mito en la crítica cultural: el de medir “nacionalidades” por estereotipos y el de tomar una parte por el todo. Sería fácil convenir con el autor –y algo apuntaba– en el imparable, desasosegante, perturbador triunfo de la caspa, la vulgaridad y la moda, que tiene, como es lógico, su correlato expresivo; pero no se puede saltar de ese pecado endémico a juzgar “la rigidez fanfarrona española comunica una sensación de libertad y falsa camaradería que la cámara detecta al momento, consiguiendo que mucha parte del público se distancie de la puesta en escena”. Y falta el argumento de mayor consistencia, tremendo y demoledor argumento que ya he apuntado, pero que necesita remacharse, al menos en honor a Quevedo y Valle Inclán: si esos son los modos de actuación y expresión reales de la sociedad española, me temo que el cine no engaña ni traiciona a nadie cuando los reproduce, por mucho que nos repela; cumple con la naturalidad o lo eleva a astracán, como Almodóvar, caso que el articulista cita directamente.
A mí no me parecería adecuado que los directores españoles filmaran como los japoneses, ni que Valle Inclán escribiera como Romain Rolland, aunque así consiguieran cotas de mercado fuera; creo que a la buena filmografía francesa, y podríamos ejemplificar con más casos, tampoco se le podría suprimir esa pátina de lentitud pedante, a veces verbal, que tantas veces engalana “naturalmente” su cine.
Existe una contraargumentación necesaria, que no voy a poder desarrollar ahora, en paralelo con la crítica que opera del mismo modo, olvidando las peculiaridades históricas –el momento de la creación– para promover las de “mercado” o actuales. Es infinitamente más difícil, enriquecedor, complejo, positivo y su etcétera intentar consumir cada producto artístico “también” tal y como necesariamente nos lo ofrece el cruce histórico (de espacio y tiempo) que lo produjo, no solo con sus irradiaciones comerciales o, lo que es muy semejante, como debería ser para lograr su cota de mercado.
Lo dejamos para otra ocasión.
De interes:
ResponderEliminarhttp://www.elboomeran.com/blog/8/blog-de-javier-rioyo/
Me llamó la atención el artículo que menciona el día que apareció en El País, precisamente ¡porque casi no pude comprender nada de lo que decía!. Por eso me alegra que usted lo intente explicar un poco aquí, aunque yo tampoco acabe de entenderlo aún ni con sus reflexiones. Espero que un día en que esté ocioso -lo dudo- y tenga ganas, aún pueda explicarlo mejor.
ResponderEliminarNo sé si este director de documentales es americano o inglés pero creo que lleva tiempo viviendo en España.
Creo recordar que escribía que los españoles, sin diferencia entre catalanes, castellanos, vascos, etc., éramos como una "mueca", todos iguales.
Aún así, es muy difícil para un hablante de otro idioma distinguir acentos, tonos, expresiones y grupos sociales en un idioma que no es el tuyo.
Yo diferencio perfectamente edades, clase social y económica, barrios y actitudes de Madrid; perfectamente también las hablas regionales y procedencias de comunidades autónomas. En cuanto al carácter, se reconoce bien al típico andaluz que nos sabemos aunque haya miles que no sean así (con grandísimas diferencias entre un cordobés, uno de Granada y un sevillano -me imagino que ellos notan miles más en gestos y habla) y al castellano viejo de pueblo pequeño, desconfiado y de los más tacaños de España.
Ahora bien, conociendo más o menos bien el catalán, se me escapan desde siempre comentarios de mi madre -lengua materna catalán- como: "es que tiene un catalán muy de pueblo" (no despectivo porque ella es de pueblo) o "este habla como los cursis de Barcelona", o "éste es de la montaña" ..., etc. Imposible distinguir ya el vascuence como mis amigos que comentan: "el vascuence de mi pueblo, Bera, es mucho más bonito que el vizcaíno", "vaya acento que tiene ése", "mi madre es de un pueblo de al lado del mío, Zumaia, y se nota mucho".
En fin, miles de ejemplos.
El problema ya viene con el extranjero: cuando éramos jóvenes y viajábamos por el mundo uno de nuestras incógnitas era el de que cuando uno ligaba, al final, uno se preguntaba con quién: era un garrulo, un cursi, un pedante, un pijo, alguien que en nuestro idioma hubiéramos rechazado de inmediato ... imposible saberlo. Cuando amigos extranjeros nos han presentado parejas o amigos aquí a veces nos hemos quedado pensando, según la personalidad de nuestro amigo, "pero, ¿no se ha dado cuenta de lo bruta que es con lo fino que es él?" y cosas así.
¡Abusé tanto de su espacio que ya me ha censurado el HTML antes que usted por largo!. Por eso pongo la continuación en este otro anónimo. Mis nuevas disculpas y que no es necesario que lo lea, ocupado como es, y menos que lo ponga en el cuaderno. Gracias.
ResponderEliminarEsto es muy largo y denso, como dice usted.
Para Healey Brando y Monroe eran peculiares y diferentes: ¡cómo no!, Estados Unidos es un país inmenso con procedencias diversas. Hace años me dijo un profesor extranjero que no nos dábamos cuenta de lo genuinos y uniformes que aún éramos los españoles, como raza homogénea por falta de inmigración. Claro, éramos pobres y la gente se iba fuera pero no venía y no había mezcla. Eso será lo que sorprenda áun a Healey. Estados Unidos es más grande que toda Europa y, al mismo nivel de comparación, las diferencias entre europeos es inmensa. Así que creo que no ha escogido bien el mundo de su muestra.
Por otro lado, el rasgo que más lastra al teatro es el precio de las entradas: con el sueldo común es imposible comprar entradas a menudo y sale mucho más barato el cine.
Es cierto, eso sí, que el cine actual encumbra a actores que me parecen horribles (la gran Penélope Cruz, etc.: se hacen los naturales y para mí es horrible. Casi nunca voy a ver películas españolas, las actuaciones me parecen espantosas y las películas de Almodóvar (resistí sólo un par) insufribles. Juan Diego, Santiago Ramos, Guillermo Toledo o Alberto San Juan y un montón de secundarios muy buenos lo hacen muchísimo mejor.
Los políticos son una mueca porque todos habrán recibido las famosas clases de dicción (con su horrible entonación a la americana, "la décision") y de cómo dirigirse al público. Moda precisamente venida de Estados Unidos (trabajé durante años, hace ya años, en una empresa americana de ejecutivos agresivos y ya daban esas clases).
La televisión, los psiquiatras y las modas han uniformado mucho la sociedad. Tanto que hasta ha desaparecido "el loco del pueblo" o "el excéntrico" tradicionales.
La moda de la escritura de Elvira Lindo es imitada por miles que ahora escriben blogs y diarios personales con sus aventuras de nulo interés pero se ven graciosísimos. Debe ser escritura fácil de aprender por lo mucho que abunda.
Los latinos sí encuentran rudos de maneras y tono a los españoles. Los españoles encuentran empalagosos a muchos latinos. ¿Cuestión de carácter?.
No recuerdo si fue de Navarro Tomás, al cual tuve que leer en la universidad, un comentario de su manual que me hizo gracia: le parecía que el francés era afectado, el italiano no sé si pomposo y que prefería el castellano por lo sobrio, claro o serio ... o algo así.
Las películas japonesas son preciosas y los gestos contenidos dicen muchísimo más que los desnudos y gritos de cualquier película corriente española. La sociedad y la personalidad de un japonés tipo (no hay nadie puro que cumpla con todos los rasgos o "mueca") no tiene nada que ver con la de un español, en general. Es otra mueca, totalmente diferente.
La cosa parece que va más en cuestión de gustos y de cómo sea tu propia personalidad.
Tiene razón en que es un tema muuuuuy largo. Yo me he pasado (aún escribiría más pero es su cuaderno), disculpe. La culpa es suya por escribir de tantas cosas interesantes a la vez. No es necesario que ocupe sitio mi comentario-charla. Solo espero a "la otra ocasión" que usted promete para entenderlos a usted y a Healey mejor.
He visto varios comentarios sobre este artículo y se tiene la impresión de que nadie ha entendido nada salvo, como mucho, una parcela, aquella que se corresponde con lo que le interesa al lector en cuestión. Y es que el artículo enarbola conceptos sutiles. El autor de este blog es de los pocos (o el único) que se olvidó de si mismo al leerla y se puso, llana y simplemente, a examinar lo escrito por otro.
ResponderEliminarDe todos modos, aunque ingenioso, no es un buen artículo: lo que subyace al mismo es un pensamiento idealista y esencialista. Es un caso raro en el que uno se da cuenta de que es fallido aun sin contar con los elementos de jucio de los que dispone el autor. En otras palabras, aunque nunca se haya estado en España ni visto ni un sólo film español, se sabe que la explicación que da Healey no es acertada, más que nada porque las cosas no funcionan así.